Tiene más de ochenta años. Prácticamente no oye nada. La postguerra le dejó mermado físicamente. Ha hecho de todo dentro de la vida religiosa, jardinero, superior, ecónomo, portero… y todos con igual dignidad y dedicación.
Ahora se encuentra en una casa de mayores que necesitan asistencia. Pasea mucho, lee mucho, reza mucho y come poco. A pesar de sus limitaciones, nunca ha emitido una queja, él vive pendiente de formarse y de sus hermanos. Hace tres años hizo un curso intensivo de actualización misionera. No pierde ni un minuto de tiempo. Le preocupa el futuro de nuestra congregación, pero más que eso le interesa cada uno de sus hermanos. Qué hacen, dónde viven, cómo están situándose en este tiempo presente… él reza por cada uno de nosotros.
El otro día me llegó una pequeña carta escrita con su ajada Olivetti. En breves palabras me animaba y se identificaba con algo que habíamos publicado en Vida Religiosa. Y decía “por ahí, por ahí tenemos que ir…”. Leí su carta varias veces, luego la metí en la mochila que siempre llevo conmigo, donde llevo las cosas que necesito. Cuando abro o cierro veo su carta, casi amarilla y allí está él diciéndome esas palabras de ánimo y aliento.
La vida religiosa tiene gran diversidad de gente: entregada, amargada, feliz, exigente, protestona, indolente, comodona… y un montón más. Pero hay alguna gente que ha sido y es feliz, porque se ha dejado la piel en esta historia, porque lo ha dado todo y por eso se ha llenado de todo. Estas personas son un estimulo y un acicate que me dice que esta historia “es posible”. Hay mucha gente mayor en la vida religiosa, es verdad, pero podemos sumar años o sumar fidelidad y entrega. Todo depende de lo que metamos en nuestra mochila.