Aunque el número de lecturas que “tendría” que hacer está adquiriendo un volumen considerable, me estoy dando el premio de leer un ensayo que recomiendo muchísimo y se llama “Los judíos y las palabras”. La idea que atraviesa la obra y que ilustran de diversos modos es que lo que convierte a los judíos en tales no es la descendencia genética ni la religión, sino la vinculación a un texto. La relación que a lo largo de los siglos han establecido con una narración, con un relato escrito, es lo que ha ido configurando su cultura, su mentalidad… y a ellos mismos.
Por otro lado, estoy aprovechando el “cambio de horario” de estos días para invertir algo más de tiempo en preparar unas clases de profetas. Eso significa que estoy disfrutando de leer con calma ciertos pasajes, pararme en las palabras y sus significados, ahondar en los textos y romperme la cabeza para ver cómo puedo compartir algo de esta riqueza a mis alumnos y contagiarles de mi placer y disfrute ante la Escritura.
Esta mañana se me ocurría que, en realidad, esto tan “dispar” adquiere sentido en torno al Misterio de la Palabra hecha carne que estamos celebrando. Y es que si la relación con texto escrito es capaz de generar una cultura y configurar a un grupo humano con una identidad muy particular, si la relación con esa palabra que, en creyente, es Palabra de Dios puede provocar el placer y la fascinación que a mí me despierta… ¡¡cuánto más la relación con Aquella Palabra que se ha hecho uno de nosotros!!
Si las palabras son capaces de “encarnar” al pueblo judío y la Palabra se hace Niño ¿cómo no buscar todos los modos y maneras para “encarnar” la Escritura y que todos puedan descubrir su riqueza?
Lo reconozco: este post es un poco freaky bíblico, pero permitidme este devaneo de biblista… y echadle la culpa a los polvorones. ¡Feliz Navidad!