Y no podemos negar que todo ello nos influye. Tanto en la pastoral como en la vida religiosa. Por eso, es bueno pararnos a pensar ¿qué hay detrás de esta lógica de consumo de contenidos? Alguien podría valorarlo como un hábito que conduce al individualismo. Yo prefiero verlo como una práctica que nos lleva a la personalización y por ende al encuentro. Somos seres únicos viviendo en común.
Y esta lógica de la Red también nos obliga a replantear nuestras formas de transmitir la fe. No podemos seguir empleando modos ordenados y programados, igual para todos. La Iglesia no puede correr el riesgo de convertirse en el container de la fe, un depósito que no afecta a la vida de las personas. Ni las catequesis, ni las homilías, ni las clases de religión, pueden seguir obviando la lógica de la Red. La consecuencia sería tremenda.
Pero ¿cómo asumir una forma más personalizada y participativa respecto a los contenidos de la fe? El gran reto es superar la mentalidad del púlpito. Es un modelo más fácil, pero no más eficaz para conectar con las personas. La lógica del púlpito no es la lógica de la Red. El púlpito no ve individuos, sino masa; no escucha, sino que solo emite un mensaje; no personaliza, sino generaliza; no implica testimonio, sino solo palabras. Por tanto, su impacto es temporal, no permanente, porque no facilita la conexión ni el encuentro.
El Evangelio está lleno de encuentros personales, incluso en los discursos multitudinarios. A Jesús le acusan de comilón y bebedor; de juntarse con pecadores y prostitutas; de hablar con mujeres. La lógica de la Red va más en esta línea: conversar, escuchar, participar, compartir, sobre la fe, la vida, la cotidianeidad.