Dar plenitud

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Hoy Jesús se nos presenta en toda su radicalidad. Con una exigencia a la que es difícil enfrentarse. Las últimas tildes cuentan, los pequeños detalles a los que no solemos dar importancia. 

Pero la justicia que nos pide ha de ser mayor que la de los escribas o fariseos, grandes cumplidores de letra muerta porque no está habitada en sus tildes por el ser humano, sino por una normativa vacía de ofrendas y de poses piadosas.  Filacterias largas en medio de las plazas para que los vea la gente, ya tienen su paga. 

Jesús nos pide que vayamos a la letra viva que son los demás, sobretodo los más pequeños. Y nos avisa de que altar y hermano son sinónimos. Que no podemos poner las ofrendas sobre el altar si tenemos algo contra un hermano. Si así fuese (y lo es muchas veces) solo podríamos acercarnos y dejar nuestra ofrenda «ante» el altar y no «sobre» el mismo. 

Con ello no se nos cierran las puertas para acercarnos a la mesa compartida. Sabemos que no somos dignos, pero confiamos en una sola de sus palabras sanadoras. 

Este evangelio es cura y previsión contra esa justicia de fariseos y escribas que se creen con pleno derecho de acceso a Dios. Lo nuestro es, más bien, quedarnos atrás esperando que el novio nos llame y nos lleve a los primeros puestos. Sabiendo que sólo él es quien nos invita por pura gracia, no por derechos adquiridos. 

Saber que la plenitud de la ley es el amor también es la mayor exigencia posible.  Porque en este camino no hay medida, todo es derroche y exceso. La inseguridad de saber que la norma no es segura, que los pasos no pueden estar contados, que los pleitos están perdidos, que los ojos no son propietarios de nadie y que la mano no sirve para ser herramienta o calculadora, sino para dar y acariciar. 

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