Cada día el Señor nos visita, nos habla, se revela de maneras inesperadas y, al final de la vida y de los tiempos, vendrá. Pero estos días de la Semana Santas son intensamente especiales en nuestras vidas. El misterio de amor que actualizamos estos días nos sobrepasa, pero permanezcamos despiertos, estemos vigilantes, perseveremos en la espera estos días, sin bajar la guardia. Lo peor que nos puede ocurrir, es -con palabras del Papa Francisco, caer en el “sueño del espíritu”, dejar adormecer el corazón, anestesiar el alma para permanecer indiferentes, repetitivos, rutinarios, almacenando la esperanza en los rincones oscuros de la decepción y la resignación.
Tras el camino cuaresmal, continuemos despertando el corazón con preguntas, como hacía Jesús, y los maestros de su tiempo: ¿Somos todavía capaces de vivir la espera intensa de estos días paso a paso? ¿No estamos a veces demasiado atrapados en nosotros mismos, en las cosas y en los ritmos intensos de cada día, hasta el punto de olvidarnos de Dios que siempre viene? ¿No estamos demasiado embelesados por nuestras buenas obras, corriendo incluso el riesgo de convertir la vida religiosa y cristiana en las “muchas cosas que hacer” y de descuidar la búsqueda cotidiana del Señor, y especialmente estos días? ¿No corremos a veces el peligro de programar nuestra vida personal y la vida comunitaria sobre el cálculo de las posibilidades de éxito, en lugar de cultivar con alegría y humildad la pequeña semilla que se nos confía, con la paciencia de quien siembra sin esperar nada, y de quien sabe esperar los tiempos y las sorpresas de Dios?
A veces —reconocía el Papa Francisco— hemos perdido esta capacidad de esperar. Esto se debe a diversos obstáculos, y de entre ellos destacó dos, que creo importantes tener presente en estos días tan llenos de celebraciones.
El primer obstáculo, que nos hace perder la capacidad de esperar, es el descuido de la vida interior. Es lo que ocurre cuando el cansancio prevalece sobre el asombro, cuando la costumbre sustituye al entusiasmo, cuando perdemos la perseverancia en el camino espiritual, cuando las experiencias negativas, los conflictos o los frutos, que parecen retrasarse, nos convierten en personas amargadas y resentidas. No es bueno masticar amargura, las personas amargadas y con “cara sombría” hacen pesado el ambiente; estas personas que parecer tener vinagre en el corazón. Es necesario entonces recuperar la gracia perdida, volver atrás y, mediante una intensa vida interior, retornar al espíritu de humildad gozosa y de gratitud silenciosa. Y esto se alimenta con la adoración, con el empeño de las rodillas y del corazón, con la oración concreta que combate e intercede, que es capaz de avivar el deseo de Dios, el amor de antaño, el asombro del primer día, el sabor de la espera.
Saboreemos cada celebración, cada rito, cada encuentro con Dios y los hermanos, para ir despertando el alma adormecida, para pasar a la otra orilla, para pasar juntos de la rutina a la fe viva, del desencanto a la esperanza cristiana, del “ya lo sé todo” al descubriendo de algo nuevo que vuelve a surgir en la Pascua, única cada año.
El segundo obstáculo es la adaptación al estilo del mundo, que acaba ocupando el lugar del Evangelio. Y el nuestro es un mundo que a menudo corre a gran velocidad, que exalta el “todo y ahora”, que se consume en el activismo, y en el buscar exorcizar los miedos y las ansiedades de la vida en los templos paganos del consumismo o en la búsqueda de entretenernos a toda costa, para no huir de la realidad.
Decía el Papa Francisco que: en un contexto así, en el que se destierra y se pierde el silencio, esperar no es fácil, porque requiere una actitud de sana pasividad, la valentía de bajar el ritmo, de no dejarnos abrumar por las actividades, de dejar espacio en nuestro interior a la acción de Dios, y mucho más intensamente en estos días. Cuidemos, pues, de que el espíritu del mundo no entre en nuestras comunidades y en el camino de cada uno de nosotros, pues de lo contrario no daremos fruto. La vida cristiana necesita de la espera, madurada en la oración y en la fidelidad cotidiana, para liberarnos del mito de la eficiencia, de la obsesión por la productividad y, sobre todo, de la pretensión de encerrar a Dios en nuestras categorías, porque Él viene siempre de manera imprevisible, viene siempre en tiempos que no son los nuestros y de formas que no son las que esperamos.
Realmente, somos la esposa que espera en la noche de este mundo la llegada del esposo, luz del mundo, y aunque muerte y vida han de luchar antes de su llegada, nos alienta y nos llena de esperanza la certeza de la victoria de la Vida sobre la muerte, en Jesús y en todos nosotros.
¡Unidos en estos días santos, estáis presentes en nuestras oraciones!
¡Feliz Pascua de Resurrección!