CUERPOS TRANSFIGURADOS

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1985

No celebramos en este segundo domingo de Cuaresma la mortificación, la maceración del cuerpo, sino su transfiguración. Es también la fiesta del Corpus Christi, pero esta vez del Corpus transfigurado, glorificado. No acabamos de creernos que el cristianismo es la religión, o tal vez mejor, la fe del Cuerpo. “Hoc est enim Corpus meum” (“Esto es mi Cuerpo”) es la clave de nuestra filosofía de la vida, es nuestro mensaje-en-clave. Pero nos cuesta entenderlo y, casi imperceptiblemente, tendemos a des-corporeizar nuestra vivencia de lo corporal, a desencarnar nuestra comprensión de lo corporal.

Imperfectamente adaptados a nuestro cuerpo

¿Cómo acceder hoy al acontecimiento de la transfiguración del Cuerpo de Jesús mientras oraba? Quizá el punto de partida deba ser nuestra experiencia del cuerpo, de nuestro cuerpo. Somos tal vez la única criatura viviente todavía imperfectamente adaptada a su cuerpo; ¡la única criatura que se avergüenza de su cuerpo! Incluso parece, a veces, que anhelamos esa otra etapa de la evolución en la que podríamos liberarnos de este cuerpo, tal cual lo hemos recibido.

Sentimos la inadaptación de nuestro cuerpo cuando envejece, cuando arrastra más una pierna que otra, cuando el ojo comienza a no distinguir las formas o a lagrimear ante el heno recién cortado. Tal vez haya partes de nuestro cuerpo que no acabamos de aceptar: su falta de corpulencia, o una nariz o manos que nos parecen defectuosas, o una debilidad innata que nos impide resistir lo que quisiéramos, o un peso que nos parece excesivo o deficiente… Si a esto añadimos “cuerpos torturados, violados, heridos, humillados, hambrientos, enfermos…”.

El culto al cuerpo, la búsqueda de la medicina que lo cure, lo reforme, lo transfigure… ¡está a la orden del día! El cuerpo humano pide, exige, se queja, se lamenta. No siempre tenemos a disposición los recursos necesarios para apaciguar sus ansias.

Cuerpos… exposición de Dios

Y, a pesar de todo, nosotros los judeo-cristianos proclamamos que el cuerpo humano es imagen de Dios, algo así como una prolongación corpórea de lo divino, o mejor, tal vez, la “exposición de Dios”: ¡en nuestros cuerpos, femenino y masculino, Dios se expone!

Decía Schelling el filósofo idealista que “todo el cosmos extenso en el espacio no es otra cosa que la expansión del corazón de Dios”. Se dice que en algunas partes del cuerpo está representado todo el cuerpo: ¡la reflexoterapia! También se dice que en el cuerpo humano está representado todo el cosmos: “en los ojos se encuentra el fuego; en la lengua, que forma el habla, el aire; en las manos que tienen en propiedad el tacto, la tierra; y el agua en las partes genitales” (Bernardo de Claraval).

El cuerpo… “alma serenada”

En su tratado “Del Alma” Aristóteles sólo habla del cuerpo. ¿No parece extraño en el filósofo de la lógica? ¡Ésa es precisamente su gran intuición! El cuerpo es “lo abierto”, lo “no-cerrado” en sí mismo; el cuerpo no es prisión, sino camino de éxodo, extensión que parece ser casi infinita… ¡alma! también. El alma es el cuerpo en su misteriosa apertura. El cuerpo es el alma en su concreto inicio de expansión.

Cuando mi cuerpo está bien, mejor, completamente sano, entonces todo él guarda silencio. Así definió Bichat la salud: “es la vida en el silencio de los órganos, cuando yo no siento mi estómago, mi corazón, o mis vísceras”. Cuando enfermamos, o estamos a disgusto en nuestro cuerpo, aparecen en él las voces del lamento, la queja, el grito. ¡Se rompe el silencio de los órganos! Cuando el cuerpo entra en el silencio, en la oración contemplativa, es “casa serenada”, entonces queda abierto a lo infinito, se muestra como alma.

El Cuerpo de Jesús entró en el silencio, en la oración contemplativa. Fue entonces cuando se transfiguró ante sus tres discípulos escogidos. Mostró su apertura al infinito y quedó transfigurado. Antes de que en Jerusalén, en la última Cena, Jesús dijera “Hoc est enim Corpus meum”, los discípulos contemplaron la Gloria del cuerpo, el ajuste definitivo del Cuerpo. Ellos quedaron estupefactos. No entendían. No sabían lo que decían. Pero allí contemplaron el Cuerpo resucitado. No se trataba únicamente de la individualidad de Jesús. Su cuerpo “abierto” sería más tarde el Cuerpo “eclesial”, el Cuerpo “eucarístico”; la resurrección individual de su Cuerpo formaría parte de la Resurrección de los Cuerpos.

Transfiguración de los cuerpos de la Alianza

Jesús transfigurado habla con Moisés y Elías. Se refieren a Jerusalén.

Jerusalén es el espacio simbólico del cuerpo limitado, desajustado, corruptible.

Jerusalén es el lugar simbólico de los cuerpos paralíticos y enfermos, de los cuerpos torturados y condenados a muerte.

Jesús hablaba de Jerusalén con Moisés y Elías, profetas intérpretes del ansia liberadora de nuestros cuerpos.

Pero de nuevo se hace el silencio. Y quien habla es Dios, el misterio –Abbá desde la Nube–: Hoc est enim Corpus meum, “éste es mi Hijo, escuchadlo”, o lo que es lo mismo, “éste es el Cuerpo de mi Hijo, de mi Elegido, ¡escuchadlo!”. El Cuerpo de Jesús habla a nuestros Cuerpos enfermos y desajustados. Conectando con Jesús, nuestros Cuerpos oyen y contemplan su futuro, su vocación abierta, su llamada al reajuste.

El Dios de la Alianza no olvida a sus elegidos. Los cuerpos animales serán inmolados y partidos por la mitad. Los cuerpos de la Alianza serán resucitados y en ellos reflejará el Abbá toda su Gloria, su vitalidad, su belleza, su encanto.

El cuerpo humano es “imagen de Dios”, es decir, una imitación de lo Inimitable, de lo Divino, es la visibilidad de lo Invisible. Igual que la pantalla no es imagen, sino el espacio en el que se proyecta y se expone la imagen que viene del proyector. El cuerpo humano es pantalla vacía que espera la venida de la Imagen. Y ésta llega cuando se proyecta, se encarna: et Verbum caro factum est! (Y el Verbo se hizo carne).

Lo importante no es destruir o torturar nuestro cuerpo, sino liberarlo de su cerrazón, de sus laberintos diabólicos o vicios, de todo aquello que lo mantiene secuestrado. Nuestro cuerpo está “a la espera” de la Promesa de la Alianza. Sale de su tierra para entrar en su verdadera y misteriosa Patria. Un día –quizá ahora anticipadamente– se proyectará en él, como en una pantalla silenciosa y vacía, el gran vídeo de Dios, que lo convertirá en cuerpo semejante a Él y, entonces escucharemos las palabras, dirigidas a nuestro cuerpo: “Tú eres mi hijo amado… mi escogido”. Es cuando nosotros también podremos exclamar: “Abbá, me diste un cuerpo… Aquí estoy para cumplir tu voluntad”.