(José Tolentino de Mendonça).Lo esencial es que la oración no sea un mero decir, sino un decir, y un decir confiado. Aunque usemos una oración vocal, lo que realmente cuenta no es el verbo. Podemos decirnos de tantas maneras… en silencio, en la inmovilidad de la palabra, en la frontera ardiente que es el callar o el permanecer, sin más. Los Padres del Desierto enseñaban, por ejemplo, que levantar las manos es ya rezar. San Francisco de Asís defendía lo mismo sobre el andar a pie. El persa Rûmi lo aplicaba al bailar. Fundamental es la comprensión de que una oración, por simple y balbuceada que sea, nos inscribe en el dinamismo de una relación. Hay un yo y un tú. La despersonalización de una oración hecha sólo de fórmulas acaba por ser un bloqueo a la verdadera oración. No hay oración vital sin un yo delante de un tú. Teóforo, el monje, decía con sentido del humor que, para un orante, la conciencia de que está ante Dios tiene que ser tan fuerte y real como un dolor de dientes. Podemos intentar olvidarnos, pero es imposible. Esta molestia se hace cargo de nuestros pensamientos. Se produce un fenómeno de concentración. En la oración, Dios tiene que ser más que lo inefable sin rostro: tiene que ser un tú.
No pensemos que la oración es un camino lineal, porque la vida misma está llena de altibajos. Quien quiera que conjugue el verbo rezar sabe que incluye un tránsito purgativo. Tarde o temprano nos sentimos heridos por la contradicción irresoluble, por el dolor injustificable, por la irreversibilidad que nos lleva a atravesar líneas de fuego. La oración no es el momento en que puedo liberarme y huir. Es el momento en que el Espíritu se une a mi debilidad y me da fuerzas para abrazar la propia herida, es decir, aceptar lo que me aplasta, lo que es mayor que yo y no puedo explicar, lo que se abate sobre mí sin que pueda cambiar. La mayor parte de nuestra oración es vacío y silencio, no nos engañemos. Hace tiempo, un amigo me propuso una cosa que me hizo pensar. «Mira, al final de la misa, cuando dices «id en Paz y que el Señor os acompañe» debes decir «Id en Paz aunque nadie os acompañe»”. Puede parecer una paradoja, pero la oración se vuelve más vital cuando tocamos el silencio de Dios, cuando nuestros pies tocan la orilla de su ausencia.