¿CUÁNDO HACES ORACIÓN?

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A veces, hay preguntas directas que pueden ayudar a despertar. Una comunidad que interpela en lo esencial, está viva. ¿Se imaginan una reunión comunitaria en la que cada quién comparta cómo es su tiempo con Dios? Lo mismo, algunos descubrimos que esto nuestro sin oración es imposible… y despertamos.

Hace años, un hermano de comunidad comentaba con gracia sobre otro: «este viene poco a la oración comunitaria, pero cuando viene, es como los cofrades de las romerías anuales… busca que se note». Solo faltó la honestidad de decírselo a nuestro particular «cofrade».

La esencialidad de la vida consagrada es ser expresión de una comunión evangélica que, por serlo, es misión. Evidentemente, compartirlo todo desde la asunción de la pluralidad solo es posible cuando se hacen «visibles» los valores trascendentes. Reducir la vida en comunidad a la sola armonía que provoca la educación y el saber estar –siempre deseables y mejorables– reduce la fraternidad a un «andar por casa» sometido a apetencias, pulsiones, entresijos, filias, dependencias e intereses. Lo importante es tener presente los valores que transcienden lo sensible y lo sustentan. Los valores que solo se beben en Dios y se viven cuando pasas largo rato en su búsqueda, su escucha y su agradecimiento.

Una comunidad que hace palpable este valor de trascendencia genera cuidado, también estímulo y, por supuesto, llamada. El efecto contagio que en sí es un efecto corrector, nace de la fuerza evidente que provoca la conciencia de pertenecer a Aquel que continuamente llama a dar la vida y darla plenamente. Este proceso de crecimiento
–­siempre lento–­ necesita un alimento constante de consideración, dedicación, contemplación y finura espiritual. La comunidad consagrada logra ese clima cuando es capaz de cuidar los espacios y los tiempos que son de Dios y no se permite que en ellos se cuele pasión humana que los destruya.

Una comunidad de discípulos o discípulas necesita el mordiente evangélico de la interpelación. Sin ella, el tono que se tiende a reflejar es el de una adultez (más soñada que real) que ha aprendido a convivir compartiendo espacios y ritmos comunes.

Cuando seguimos juntos (o juntas) más por costumbre que por búsqueda, no necesitamos Palabra que interpele, porque no queremos sentir interpelación alguna. Es una «comunidad» que no necesita notas de exageración en el amor, porque las considerará excéntricas y arriesgadas. No necesitará compartir vida, poniendo nombre a los sentimientos íntimos, pulsiones, enredos y logros personales porque los considerará obscenos. Una comunidad así, no quiere entrar en el entresijo de la existencia –de cada existencia– que está haciendo un camino ­nada fácil­ hasta convertirse en amor puro, amor de Dios, sin compensaciones ni complejos. Una comunidad así jamás conquistará la libertad suficiente como para preguntarle a alguno de sus miembros cuándo ora, cuál es su momento privilegiado para buscar y encontrar al maestro. Tampoco preguntará jamás, de qué o con qué suele orar o cómo es su espiritualidad o cómo valora la integración de la oración en su jornada. Mucho menos se atreverá a entrar en las veredas de los votos (que son los caminos de la comunión), porque sencillamente es una temática que la supera. ¡No sirve el espacio formal al que hemos reducido nuestras comunidades para generar y cuidar las emociones evangélicas!

¡Entiéndanme bien! Es encomiable el esfuerzo y amor infinito de cada consagrado en su búsqueda personal, estoy seguro. Pero lo que conseguimos formular en un vivir compartido tiene sabor a mediocridad. Hemos ganado formas, pero hemos perdido arte. Hay más energía consumida en la protección que en el riesgo. Hay mucha palabra mediada y medida, miedo a la confrontación, exceso de ironía, mucho afecto sin Dios y poco Dios en el afecto… Hay mucho miedo y desde él, la comunión se convierte en un plus de sacrificio que, a lo peor, ni siquiera nos está llevando a Dios.

Podemos seguir ofreciéndonos una terapia de planes y convocatorias. Podemos seguir reduciendo la comunión a «hacer juntos» sin preguntarnos por la verdad de lo que vivimos. Podemos seguir sobrevolando la situación creyendo en el valor de las palabras que se suceden, corrigen y agrandan nuestro acervo religioso. Podemos seguir integrando proyectos personales y, a veces, ocurrencias, dándoles el sesgo de comunitarios. Podemos reiterar, ver el tiempo sucederse en un hacia donde incierto. Podemos seguir llamando comunidad a un espacio compartido y ser comunitario a ver mucho la TV con otros u otras… Podemos tener reuniones, hablar sobre temas, disertar, darnos clase… lo que ustedes quieran, si la comunidad no me pregunta por mi oración personal (cuando y cómo), por mi consagración y por mi vida, lo siento pero no sirve. No está viva.