CRISTO Y COLORES

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Siempre se teme un arresto previsible al que sigue una deportación cierta. Tal vez por ese temor, en aquella vigilia de Navidad, la oración salía, si cabe, más desde dentro del alma, subía de los rincones ocultos del miedo.
Aunque la oración anticipaba para aquella asamblea el tiempo litúrgico de la Navidad, en mi mente los pensamientos evocaban un tiempo histórico de pasión, tiempos reales los dos, presentes los dos, misteriosos los dos.
Mirábamos al pastor, rostro negro de azabache, vestido blanco de luz resucitada, y, detrás de él, por encima de su cabeza, a todos nos miraba el Cristo blanco de un crucifijo.
En la conciencia se me deslizó una pregunta: ¿Por qué es blanco el Cristo del crucifijo si los que aquí están ahora crucificados son negros?
Y pensé que alguien la respondía: «Crucificado, no es el color; sólo el hombres».
En Navidad, al huerto de la agonía, llegó la autoridad legítima a confirmar la verdad de la respuesta.
La memoria me confía un relato de pasión blanca: “Todos lo declararon reo de muerte. Algunos se pusieron a escupirle, y tapándole la cara, lo abofeteaban y le decían: «Profetiza». Y los criados le daban bofetadas” (Marcos).
A la memoria confío un relato de pasión negra: “Golpes secos, gritos y voces lejanas entre las que se adivinan los agudos de las mujeres y los llantos de los niños. A mi interlocutor más próximo sólo le oigo decir “deja de pegar que lo vas a matar” (Helena).
Confirmado: Crucificados, no hay colores, ¡sólo hay Cristos!

P D.: Penúltima estación de este viacrucis: Ya los han deportados. Entre ellos hay dos mujeres enfermas. Es todo lo que pude saber.