Si la fe no se reduce a mero ejercicio de prácticas religiosas, llega un momento en que se nos pide la adhesión personal a Dios: “Si no os parece bien servir al Señor, escoged a quién servir”. Entonces en nuestro interior resonará la pregunta de Jesús a sus discípulos: “¿También vosotros queréis marcharos?”
El evangelio de este domingo describe una situación dramática: Las gentes a las que habíamos visto salir en busca de Jesús y que querían nombrarlo rey como si tuviesen fe, se apartan ahora de él decepcionadas. Muchos de los que hasta aquella hora habían sido sus discípulos “se echaron atrás y no volvieron a ir con él”. Incluso a los Doce, a los íntimos, Jesús ha de preguntar si quieren marcharse.
¿Qué había de escandaloso en lo que Jesús les había dicho? Lo escandaloso en las palabras de Jesús sobre el pan de vida eran vida y muerte de quien decía proceder del cielo y se presentaba como enviado de Dios para dar vida del mundo. Lo inaceptable era el Cuerpo repartido del Mesías Jesús y su sangre entregada.
El hombre religioso no puede creer en un Dios así, no puede comer ni beber esa dura realidad, pues ese Dios se aparta demasiado de las ilusiones que alimenta nuestra religiosidad.
Todos estaríamos dispuesto a seguir a un Dios que reparte gratis pan sabroso y abundante, pero damos la espalda a un Dios que se parte y se reparte como un pan para que comamos, y que nos pide hacer de nuestra vida un pan para que todos coman.
Si queremos comprender en profundidad el escándalo que suscita el proyecto de Dios en el corazón del hombre, si queremos acercarnos al misterio de la soledad en que dejamos a Jesús, hemos de alejarnos de la sinagoga de Cafarnaún y acercarnos al monte de la crucifixión. Allí no sólo enemigos, indiferentes o curiosos, sino también los Doce, los íntimos, abandonan a Jesús.
Si la Eucaristía que celebramos nos deja tranquilos en nuestra religiosidad, es de temer que todavía no hemos empezado a vivirla como memoria de la vida entregada de Jesús, como sacramento del escándalo de la cruz, como epifanía del mundo nuevo que empieza con la resurrección del Señor.
Para un cristiano, creer y comulgar significa reconocer como Señor a un Dios que se nos da para que demos la vida con él, a un Dios que se pierde a sí mismo por todos para que nos perdamos como él, a un Dios que, amándonos hasta el extremo, crea un mundo nuevo, un mundo unificado, un mundo de hermanos, y nos lo confía para que, amándonos, lo trabajemos, lo cuidemos.
Un mundo de hermanos, un mundo unificado, un mundo nuevo: ése es el don que se nos hace; ésa es la tarea que se nos confía.
Feliz comunión con Cristo Jesús.