Cosecha de pan y de fe

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El hambre es muy mala. Nos hace buscar el alimento ansiosamente. Sólo quien ha pasado hambre sabe lo que sufre el cuerpo y la sensación de debilidad y de límite.

El pueblo de Israel pasó mucha hambre y sed por el desierto y Jesús lo sabía. Era judío descendiente de un pueblo al que Dios había hecho libre y había alimentado en los momentos de límite y de desierto.

Por eso, ante los judíos que le siguen y le escuchan, se presenta como el alimento necesario para el camino y el único que sacia. ¡Él es el mismo alimento! De tal manera que hay que considerarlo como comida; y hay que tragarse su persona para saciar el hambre y la sed en esta vida.

Esto no lo comprende nadie que no haya vivido situaciones límites de sufrimiento, de duda, de desconfianza, de carencia. El martes, sin ir muy lejos en el tiempo, estuve en el monasterio de El Zarzoso, con las Franciscanas TOR. Allí pude rezar ante la imagen del Cristo de la luz y escuchar de boca de las hermanas los milagros que se le atribuyen. Me llamó la atención -de manera especial- el milagro del trigo. En un año de carestía total, la gente de la zona se encomendó al Señor, en esa advocación de la Luz. Le rogaron, le pidieron y salieron en procesión con la imagen para recorrer el desierto en que se habían convertido los trigales. Acudieron a Él en la necesidad total de alimento y les respondió. A la mañana siguiente, del costado del Cristo habían manado puñados de granos de trigo. Y hubo, cosecha, ¡vaya si la hubo! Cosecha de pan y de fe.

Nadie que no se haya plantado ante Jesús para pedirle explicaciones por su situación puede reconocerle después como su alimento. Su persona -lo veíamos la semana pasada- y sus palabras son revelación del Amor de Dios, ya que “no sólo de pan vive el hombre”. Cuando no tenemos problemas que nos acucien o tenemos el estómago satisfecho no solemos acercarnos a Cristo: No necesitamos ni sus palabras ni su pan; no le necesitamos a Él.

Aquellos judíos, a los que se refiere el evangelio de Juan, no le aceptan como Mesías. Pero ante ellos está la “palabra hecha carne” e historia. En el marco de una cena se concentra toda su persona (en un trozo de pan ázimo) y su destino (en un sorbo de vino). Allí quedó resumida su entrega… que se hace patente cada vez que la vivimos en conmemoración suya.

Aquellos discípulos comprendieron poco. Necesitaron del Espíritu Santo, que venía de lo alto, para entenderse como comunidad enviada a alimentar al mundo. Fue ahí cuando comprendieron que no hay misión ni iglesia sin Eucaristía.

Nosotros también comprendemos poco. Necesitamos del Espíritu Santo para:

– Darnos cuenta de que tenemos que comernos al Hijo de Dios y tragarlo para saciar nuestra vida. Lo que significa acoger su historia -como fue- en nuestra historia, sentirnos parte de los suyos -como son- en nuestra Iglesia y anticipar la alegría -la del reino- en cada uno de los sacramentos.

– Darnos cuenta de que tenemos que bebernos la sangre del Hijo para que apague nuestra sed de sentido. Lo que nos lleva a acoger nuestro pasado y nuestro destino como parte del futuro de Dios.

– Darnos cuenta de lo importante que es “recordar” el camino recorrido hasta el día de hoy y no olvidar lo que el Señor ha hecho por nosotros.

¡Por eso la fiesta del Corpus! Fiesta que nos recuerda que hay que volver al pan y al vino para aguantar el desierto que nos ha tocado vivir. Fiesta que nos recuerda que hay que llevar la persona de Jesús dentro del corazón para adorarle en verdad y amar a los hermanos.

¡Por eso la Misa y la Mesa! Porque de ellas brota la caridad que sacia el corazón necesitado del hermano. Porque el hambre de Dios es también es muy mala