Lo escribí hace quince años:
“Preparará el Señor para todos los pueblos un festín… El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros”.
Escucho al profeta y miro a Cristo Jesús. Escucho la palabra de la promesa y acojo el evangelio de la gracia. Escucho, contemplo y gozo, pues todo se me ha dado en este Hijo, que viene del cielo para ser, en nuestra mesa, vida en abundancia, vida eterna.
Considera, hermano mío, cómo la promesa se ilumina desde el evangelio. Pudieras pensar que se nos promete más de lo que se nos ha dado, pero la fe te permite intuir que se nos ha dado mucho más de lo que la promesa pudiera sugerir. El pan de este banquete ha bajado del cielo, y con ese pan llegan a tu vida y se quedan en ella la gracia, los dones del Espíritu, la alegría, la luz, la salvación, el perdón, la paz.
Lágrimas enjugadas: enfermos curados, esclavos redimidos, pecadores perdonados.
Tú también te sientas a la mesa de este banquete; aquel mismo pan del cielo se te ofrece hoy en la Eucaristía que celebras; el que quiso hacerse alimento para el mundo en la mesa de la Encarnación, se hace alimento para ti en la mesa eucarística.
Ven y come, transfórmate en lo que recibes, de modo que, con Cristo, también tú seas alimento ofrecido en la mesa de los pobres y mano con la que Dios enjuga hoy las lágrimas de los que sufren.
Al comentar hoy la misma profecía, tengo que preguntarme aún sobre “las lágrimas” del rostro de los pobres que no han sido enjugadas: ¿Es que acaso el Señor no ha cumplido su promesa? ¿Es que el Hijo no ha llegado todavía para ofrecer a todos la gracia y la vida, la libertad y la paz? ¿Acaso Dios ha dejado de ser el pastor que nos hace recostar en verdes praderas, nos conduce a fuentes tranquiles y repara nuestras fuerzas?
Todo mi ser va diciendo que el Señor ha cumplido su promesa. Es más, mi corazón sabe que, también para los innumerables pobres que yacen en la muerte, también para ellos, sobre todo para ellos, se ha dispuesto aquel banquete, y ellos, con asombro y sin lágrimas, se sentarán gozosos a la mesa de los bienes de Dios.
Pero algo me dice que, más acá de la muerte de los pobres, más acá de aquel reino en que Dios hará justicia a los oprimidos, más acá del más allá, está nuestra responsabilidad personal y social con los hambrientos de justicia.
Algo me dice que, en ese más acá, la compasión de Dios sólo puede mirar por nuestros ojos, sólo puede curar con nuestras manos, y para enjugar lágrimas sólo encontrará nuestros pobres trapos –lo de los trapos es un decir, pues las lágrimas se secan con la fiesta del pan y la ternura-.
Algo me dice que Dios anda buscando ojos, manos y trapos.
Y mientras no se los ofrezcan las leyes, que se los pase de contrabando el amor.
Es tiempo de contrabandistas.
Ya sabéis de qué: Ojos, manos y trapos.
¡Y corazón!
Dios nos espera.