Contagios que salvan

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“Cada vez que sale un leproso en el evangelio me cuesta explicar la situación de exclusión y de rechazo que sufría, y el miedo que suscitaba en la gente”. (Art. 29 Agosto sobre el Ébola).

Pues hoy en día es bien fácil. Hoy aparece uno que se acerca a Jesús “suplicando de rodillas” contagiado de lepra o de Ébola.

El Ébola no es una lepra, pero los efectos sociales son los mismos. Los judíos habían hecho un protocolo de actuación en el libro del Levítico; procedimiento inhumano para no contagiarse: el que contrae la infección se presentará al sacerdote para certificar la impureza, será declarado ante todos impuro, vivirá a las afueras, sin relación con nadie y además, tendrá que avisar de su presencia para que nadie se cruce con él. “Mientras dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento”. Situación en la que se encontraba el hombre, sin nombre, enfermo de lepra que atrevió a romper las normas y acercarse a Jesús.

 

¡Cómo se parece a nuestra reacción cuando entró en España el ébola! ¡Cómo se parecen nuestros protocolos y nuestros miedos al de aquellos contemporáneos de Jesús! Cuando apareció el primer “leproso de ébola” todos dimos un paso atrás en todos los sentidos de la civilización. Fue un religioso de la orden de san Juan de Dios, quien nos retrató como sociedad desarrollada patológicamente intolerante, egoísta y farisea. Sin distinción con la que juzgó al leproso del evangelio de Marcos, huyó ante Francisco de Asís o se rindió ante Damián de Molokai.

El caso es que Jesús no acaba en el mismo lugar tras cruzarse con el leproso. ¿Quién le mandaba a él andar por los mismos lugares que los leprosos?

La desesperación provoca en aquel hombre enfermo que se lance a pedir al Maestro que le limpie. No se acerca a Jesús porque fuera el único que no huyó ante su presencia. Conocía su poder: “Puedes limpiarme” -le dice- que es más que curarle. Aquel hombre estaba estigmatizado como apestado y pecador, pero no era imbécil. Reconoció donde estaba el verdadero poder; y no era ni en la Ley judía, ni en el Templo. Y Jesús “sintiendo lástima” no se limitó a pronunciar palabras: “Quiero, queda limpio”, sino que “extendió la mano y lo tocó”.

El hombre “quedó inmediatamente limpio de la lepra”. Eso hubiera bastado. Pero Jesús era muy listo. Sabía que lo más importante para un ser humano es recuperar la vida y la relación. No hay salud que valga si nadie te quiere, te mira y te acoge. Así que le hizo subir al Templo, a la emisora de TV, para contarlo y que todo el mundo certificara que estaba libre del virus de la lepra o del Ébola. Publicidad para que aquel hombre volviera a tener nombre y recuperara la identidad, no para hacer propaganda del Mesías.

Pero las cosas son como son y aquel se fue de la lengua. Lo contó y, en aquel momento, el leproso, pasó a ser Jesús. Quedó bajo sospecha de contagio, de ser portador del virus. De tal forma que “Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo, se quedaba afuera, en descampado”, como un leproso más. Este acontecimiento resume lo que tuvo que asumir Jesús al hacerse de nuestra carne. Al tocarnos se contaminó de las consecuencias de nuestro pecado; de nuestra soberbia. Y aún hoy sigue llevando, resucitado, las llagas de tu enfermedad y mi sospecha. Por eso acabó crucificado como acabó… sólo y a las afueras de Jerusalén. Por eso sigue hoy estigmatizado en los que apartamos de la sociedad por pobreza, por incapacidad, por enfermedad… solos y apartados para que no nos contaminen.

Señor, haznos comprender que seguirte en familia, en un convento, en las misiones o en un barrio marginal, nos lleva necesariamente a mancharnos como tú lo haces con nosotros.