CONGREGACIÓN DE RELIGIOSOS (CIVCSVA)

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DSC00238Identidad y Misión del Religioso Hermano en la Iglesia

« Y todos vosotros sois hermanos» (Mt 23,8)

INTRODUCCIÓN

Hermano

  1. Desde los primeros siglos del cristianismo la vida consagrada ha sido sobre todo laical, expresión del vivo deseo de hombres y mujeres de vivir el Evangelio con la radicalidad que propone a todos los seguidores de Jesús. Aún hoy los miembros de la vida consagrada laical -hombres y mujeres-, son una gran mayoría.

Hermano es el nombre que tradicionalmente se ha dado al religioso laico[1] en la Iglesia desde los comienzos de la vida consagrada. No le pertenece en exclusiva, ciertamente, pero sí le representa de un modo significativo en la comunidad eclesial en la que es memoria profética de Jesús-Hermano, quien declaró a sus seguidores: «Y todos vosotros sois hermanos» (Mt 23,8)[2].

Este dicho de Jesús nos lo trasmite Mateo en un contexto en el que Jesús se pronuncia contra la hipocresía de quien usaba la religión para obtener privilegios y gloria delante de los hombres. Pero el valor del logion va más allá del contexto inmediato. El nombre de hermano/hermana subraya la dignidad común y la igualdad fundamental de todos los creyentes, hijos en el Hijo del mismo Padre celestial (cf. Mt 5,45), llamados a formar una fraternidad universal en Cristo, el primogénito de muchos hermanos (cf. Rm 8,29).

Aun cuando en esta Instrucción se habla directamente de la vida y misión del religioso hermano, tenemos bien presente que muchas de las cuestiones aquí tratadas, como la participación en el misterio de la comunión y de la fraternidad eclesial o la función profética del testimonio y del servicio, son aplicables a la vida y misión tanto de los religiosos hermanos como de las mujeres consagradas.

El religioso hermano y las religiosas, con su participación en el misterio salvador de Cristo y de la Iglesia, son memoria permanente para todo el pueblo cristiano de la importancia del don total de sí mismo a Dios y de que la misión de la Iglesia, respetando las distintas vocaciones y ministerios dentro de ella, es única y compartida por todos. A pesar de ello, constatamos que no siempre la vocación del religioso hermano y, como consecuencia, de las religiosas, es bien comprendida y estimada dentro de la Iglesia.

La reflexión que aquí ofrecemos ha nacido para contribuir a apreciar la riqueza de las diversas vocaciones, especialmente en el seno de la vida consagrada masculina, y con el fin de aportar luz sobre la identidad del religioso hermano y sobre el valor y la necesidad de esta vocación.

Los destinatarios

  1. Los hermanos o religiosos laicos son hoy la quinta parte del total de religiosos varones en la Iglesia. Unos pertenecen a Institutos clericales; otros a Institutos mixtos. Otros están integrados en los Institutos laicales, también llamados Institutos religiosos de Hermanos[3], cuyos miembros son, todos o en su mayor parte, religiosos laicos. A todos ellos se dirige esta reflexión, con el deseo de que sirva para afirmarles en su vocación.

Dadas las semejanzas entre la vocación religiosa femenina y la del religioso hermano, cuanto aquí se dice será fácilmente aplicable a las religiosas.

Este documento se dirige también a los laicos, a los religiosos sacerdotes, a los sacerdotes diocesanos, a los Obispos y a todos aquellos que quieran conocer, apreciar y promover la vocación del religioso hermano en la Iglesia.

Un marco para nuestra reflexión

  1. La Exhortación Apostólica Vita consecrata de Juan Pablo II sirve de marco de referencia para nuestra particular reflexión sobre el religioso hermano, y a ella nos remitimos para todos aquellos rasgos generales de la vida consagrada que conforman su identidad. Nos limitamos a proponer aquí lo que es más específico o peculiar de esta vocación, aunque serán inevitables las referencias a la vida consagrada en general, y por tanto, a los documentos que desde el Concilio Vaticano II la han presentado, enmarcada en la eclesiología de comunión[4].

Muchas características señaladas anteriormente como propias, con una cierta exclusividad de la vida consagrada, son consideradas hoy como pertenecientes al tesoro común de la Iglesia y propuestas a todos los fieles. Los religiosos tienen hoy el reto de reconocerse en lo que, aun siendo común, ellos viven de un modo particular, convirtiéndolo así en signo para todos.

Plan del documento

  1. Presentamos primeramente a los religiosos hermanos en el interior de la Iglesia-Comunión, como parte del único Pueblo de convocados, en el que están llamados a irradiar la riqueza de su vocación particular.

A continuación, y siguiendo las tres dimensiones con las que la Iglesia-Comunión se presenta a sí misma[5], desarrollaremos la identidad del hermano como misterio de comunión para la misión. En el centro de esa triple perspectiva está el corazón de la identidad del religioso hermano, a saber: la fraternidad, como don que recibe (misterio), don que comparte (comunión) y don que entrega (misión).

Finalmente, propondremos algunas pistas para que, en cada lugar de nuestro mundo, cada comunidad y cada religioso hermano puedan dar respuesta a esta pregunta: ¿Cómo ser hermanos hoy?

  1. LOS RELIGIOSOS HERMANOS EN LA IGLESIA-COMUNIÓN

«Te he elegido como alianza del pueblo» (Is 42,6)

Un rostro para la alianza

  1. La renovación llevada a cabo por el Concilio Vaticano II, a impulsos del Espíritu de Pentecostés, ha iluminado en la Iglesia el núcleo central de su propio ser, revelado como misterio de comunión[6]. Ese misterio es el designio divino de salvación de la humanidad[7], que se despliega en una historia de alianza.

El manantial de ese misterio no está, pues, en la Iglesia misma sino en la Trinidad, en la comunión del Hijo con el Padre en el don del Espíritu Santo. Esta comunión es el modelo, fuente y meta de la comunión de los cristianos con Cristo; y de ella nace la comunión de los cristianos entre sí[8].8

La vida consagrada, que «está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión»[9],9 ha de mirar a ese corazón para encontrarse y comprenderse a sí misma. El religioso hermano encuentra allí el significado profundo de su propia vocación. En esta contemplación le ilumina la figura del Siervo de Yahvé descrita por Isaías, a quien Dios dice: «Te he elegido como alianza del pueblo» (Is 42,6). Esa figura adquiere su rostro perfecto en Jesús de Nazaret, quien sella con su sangre la nueva alianza y llama a los que creen en Él para continuar la mediación encomendada al Siervo, de ser alianza del pueblo.

La identidad mediadora del Siervo de Yahvé tiene una significación personal, pero también comunitaria, pues se refiere al resto de Israel, el pueblo mesiánico, del que el Concilio dice: «Constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por El como instrumento de la redención universal y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16)»[10].

Sintiéndose parte de este pueblo y de su misión, el religioso hermano vive la llamada a ser memoria de la alianza por su consagración a Dios en una vida fraterna en comunidad para la misión[11]. Así hace más visible la comunión que todo el Pueblo de Dios está llamado a encarnar.

En comunión con el Pueblo de Dios

  1. Animada por el Espíritu, la Iglesia afianza hoy su conciencia de ser Pueblo de Dios, donde todos tienen una igual dignidad recibida en el Bautismo[12], todos tienen una común vocación a la santidad[13] y todos son corresponsables de la misión evangelizadora[14]. Cada uno, según su vocación, su carisma y su ministerio, se convierte en signo para todos los demás[15].

En este Pueblo de consagrados nace y se inserta la vida consagrada, y dentro de ella la vida religiosa laical, con una nueva y especial consagración que desarrolla y profundiza la consagración bautismal[16]; participa «de una forma especial en la función profética de Cristo, comunicada por el Espíritu Santo a todo el Pueblo de Dios»[17]; vive su carisma específico en relación y continuidad con los otros carismas eclesiales; se integra en la misión de la Iglesia y la comparte con los demás creyentes.

Los religiosos hermanos encuentran su hábitat natural en este contexto de comunión por su pertenencia al Pueblo de Dios, y también unidos a todos aquellos que, desde la consagración religiosa, reflejan la esencia de la Iglesia, misterio de comunión. En ella mantienen viva la exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad[18].

Los lazos de comunión del religioso hermano se extienden más allá de los límites de la Iglesia, pues están impulsados por el mismo «carácter de universalidad que distingue al Pueblo de Dios»[19]. La vocación del hermano es parte de la respuesta que Dios da al vacío de fraternidad que hoy hiere al mundo. En la raíz vocacional del hermano hay una experiencia honda de solidaridad que, en esencia, coincide con la de Moisés ante la zarza ardiendo: se descubre a sí mismo como los ojos, los oídos y el corazón de Dios, del Dios que ve la opresión de su pueblo, oye su clamor, siente sus angustias y baja a liberarlo. En esa experiencia íntima el hermano escucha la llamada: «Anda, yo te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo…» (cf. Ex 3,7-10). Por eso, la dimensión de comunión está íntimamente ligada en el hermano a una fina sensibilidad por todo lo que afecta a los más pequeños del pueblo, a los oprimidos por las diversas formas de injusticia, a los abandonados al margen de la historia y del progreso, a los que, en definitiva, tienen menos posibilidades de experimentar la buena nueva del amor de Dios en sus vidas.

Una memoria viva para la conciencia eclesial

  1. El primer ministerio que los hermanos desarrollan en la Iglesia en cuanto religiosos, es el de «mantener viva en los bautizados la conciencia de los valores fundamentales del Evangelio» y «la exigencia de responder con la santidad de la vida al amor de Dios derramado en los corazones por el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5)»[20]. Todos los demás servicios y ministerios que las diversas formas de vida consagrada realizan, adquieren sentido y razón de ser a partir de este primer ministerio.

Esta función de signo, reconocida por el Concilio Vaticano II[21] y subrayada repetidamente en la Exhortación Apostólica Vita consecrata[22], es esencial a la vida consagrada y determina su orientación: no existe «para sí», sino en función de la comunidad eclesial.

La propia consagración religiosa, que presenta la vida como un testimonio de lo absoluto de Dios[23], o también, como un proceso de apertura a Dios y a los hombres a la luz del Evangelio, es una llamada a todos los fieles, una invitación a que cada uno plantee su vida como un camino de radicalidad, en las diferentes situaciones y estados de vida, abiertos a los dones y las invitaciones del Espíritu[24].

La fraternidad de los religiosos hermanos es un estímulo para toda la Iglesia, porque hace presente el valor evangélico de las relaciones fraternas, horizontales, frente a la tentación de dominar, de la búsqueda del primer puesto, del ejercicio de la autoridad como poder: «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Ni llaméis a nadie padre vuestro en la tierra; porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni os dejéis llamar preceptores, porque uno solo es vuestro preceptor: Cristo» (Mt 23,8-10).

La comunión se propone hoy a la Iglesia como un desafío especialmente apremiante en el nuevo milenio, para que ella se transforme en la casa y la escuela de la comunión[25]. Los hermanos son habitantes activos en esa casa y son a la vez alumnos y maestros en esa escuela; por eso hacen suya la urgencia que la Iglesia se plantea a sí misma, de desplegar y promover la espiritualidad de la comunión[26].

Redescubriendo el tesoro común

  1. Las relaciones en la Iglesia-Comunión se establecen a partir de lo que une, no de lo que separa. Hoy estamos recuperando la conciencia del patrimonio común, que es como un gran tesoro que nos iguala a todos en lo fundamental, en la común dignidad y en los comunes deberes y derechos. Todos nacemos a la fe y entramos en la Iglesia como bautizados; en ese marco común somos llamados a ejercer de-terminadas funciones al servicio de la comunidad eclesial, a vivir de forma significativa o profética determinadas características que pertenecen al patrimonio común, y a servir a la misión común desde carismas y ministerios concretos.

Esta dimensión fundamental nunca nos abandona: los cristianos laicos la viven de manera explícita en una forma de vida laical; para los llamados al ministerio sacerdotal o a la vida consagrada, es una referencia constante que les recuerda para quién y en función de quién ejercen su ministerio y son signos de consagración.

El religioso hermano, enraizado en la base del pueblo cristiano, recibe el testimonio y la ayuda de las demás vocaciones. Es llamado a vivir íntegramente y de modo profético el misterio de Cristo y de la Iglesia desde la vida consagrada, como servicio a todo el Pueblo de Dios[27].

Un proyecto renovado

  1. La vida consagrada, predominantemente laical en sus comienzos, se propone como objetivo fundamental el cultivo del tesoro colectivo cristiano, que está contenido y se entrega a todos los fieles en los sacramentos de la iniciación. Ciertamente lo hace de un modo especial: buscando la conformación con Cristo en su manera de vivir, virgen, pobre y obediente[28].

En el transcurso de los siglos, este objetivo, tan esencial a la vida consagrada, ha corrido el riesgo de pasar a segundo término en la vida religiosa masculina, en favor de las funciones sacerdotales. Para devolverle su espacio propio, el Espíritu suscitó a lo largo de la historia fundadores que pusieron el acento en el carácter laical de sus fundaciones. Así sucedió en la vida monacal con san Benito, cuyos monjes hermanos fueron los evangelizadores de Europa; y en la forma de vida propuesta por san Francisco, cuyos Frailes Menores nacieron como una Orden mixta, formada por laicos y sacerdotes. Tanto en este caso como en el anterior, la tendencia al sacerdocio se impuso posteriormente sobre el primer proyecto fundacional.

En los siglos XVI y XVII, nuevos fundadores renuevan el proyecto de la vida religiosa laical, esta vez desarrollándola en comunidades que, además de dar una especial relevancia a la relación fraterna entre sus miembros, se identifican y configuran con la necesidad social a la que pretenden dar respuesta. Fijan incluso la vivienda en el interior o el entorno de esa situación existencial de necesidad, pobreza o debilidad que evangelizan; y así, desde dentro, encarnan y hacen visible el amor salvador de Dios. Estas fraternidades consagradas dan lugar a los Institutos religiosos de Hermanos y de Hermanas. San Juan de Dios y san Juan Bautista de la Salle, como también santa Ángela de Méricis y Mary Ward por el lado femenino, entre otros, fueron instrumentos del Espíritu para introducir en la Iglesia estos nuevos carismas fundacionales que se multiplicarán especialmente durante el siglo XIX.

Los religiosos hermanos, ya sea en las comunidades monacales, en los conventos, en las comunidades de vida apostólica o en las fraternidades que acabamos de describir, han resaltado la dignidad de los servicios y ministerios relacionados con las múltiples necesidades del ser humano. Los viven desde la unidad de su consagración, haciendo de ellos el lugar central de su experiencia de Dios y realizándolos con calidad y competencia.

Desarrollando el tesoro común

  1. El contexto actual de la Iglesia-Comunión facilita y reclama más que nunca el que los religiosos hermanos reafirmen con renovado empeño esta función original de la vida consagrada, no solo hacia el interior de sus comunidades sino hacia toda la comunidad eclesial. Lo hacen como fermento en la masa, como guías expertos de vida espiritual[29] que acompañan fraternalmente a otros creyentes y les ayudan a descubrir las riquezas de la herencia cristiana, o simplemente como hermanos que comparten sus propios descubrimientos con otros hermanos para beneficio mutuo. Resaltemos algunos aspectos de ese tesoro común que los religiosos hermanos se comprometen a desarrollar:

– Vida sacramental. La consagración religiosa hunde sus raíces en el bautismo y en los demás sacramentos de la iniciación. Desde ellos, el hermano vive el impulso filial hacia el Padre, celebra la vida nueva que ha recibido del Señor Resucitado, se siente incorporado a Jesucristo Sacerdote, Profeta y Rey, y se deja guiar por el Espíritu Santo.

– Pertenencia al Pueblo de Dios. El hermano afirma su pertenencia al pueblo de los creyentes, insertándose de buen grado en la Iglesia local y en sus estructuras de comunión y de apostolado, en conformidad con el propio carisma. Y afirma también su pertenencia a toda la humanidad, con quien se solidariza en todas sus necesidades, y especialmente con sus miembros más débiles y vulnerables: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren… No hay nada verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón»[30].

– Integración personal de laicidad y sacralidad. El hermano une ambas facetas en su propia persona. Rescata así la unidad entre lo profano y lo sagrado, unidad que se hace más evidente desde la encarnación humana del Hijo de Dios.

– Signo de la presencia de Dios en las realidades seculares. El hermano asume los ministerios eclesiales comunitariamente con sus hermanos de congregación y con otros creyentes que participan en el mismo carisma fundacional. Desde ahí busca y señala a Dios en las realidades seculares de la cultura, la ciencia, la salud humana, el mundo del trabajo, el cuidado de los débiles y desfavorecidos. Y simultáneamente busca y señala al ser humano, hombre y mujer, «todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad», convencido de que «es la persona humana la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar»[31].

– Vida fraterna en comunidad. El hermano desarrolla la comunión fraterna en la vida en común y la proyecta como su forma de ser en sus relaciones fuera de la comunidad. Apoyándose en la experiencia nuclear de su vocación, la de sentirse con Jesús hijo amado del Padre, vive el mandamiento nuevo del Señor como eje central de su vida y como compromiso primero de su consagración religiosa.

– Un carisma compartido. El hermano se hace consciente de la riqueza contenida en su propio carisma fundacional, para compartirlo con otros creyentes laicos que podrán vivirlo desde proyectos de vida diferentes[32]. Acepta ser instrumento del Espíritu en la transmisión del carisma y asume su responsabilidad de ser memoria viva del fundador. Así el carisma conserva su riqueza evangélica en orden a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a la satisfacción de las necesidades del mundo[33].33

Mientras desarrolla el tesoro común, el religioso hermano se siente hermano del pueblo cristiano y escucha en su interior la llamada del Señor a su Siervo: «Te he elegido como alianza del pueblo» (Is 42,6). Esta llamada da sentido a todo lo que vive y hace, le convierte en profeta en medio de sus hermanos y gracias a ella vive su consagración en una comunidad misionera y evangelizadora.

Hermano: una experiencia cristiana de los orígenes

  1. «A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis: “En esto reconocerán que sois mis discípulos, en el amor que os tengáis unos a otros” (Jn 13,35)»[34]. El reclamo del papa Francisco a todo el pueblo cristiano resalta el puesto especial que la fraternidad tiene en el conjunto del tesoro común cristiano. Es la perla que los religiosos hermanos cultivan con especial esmero. De esta forma son, para la comunidad eclesial, memoria profética de su origen y estímulo para retornar a él.

Los Hechos de los Apóstoles presentan la Iglesia naciente como una comunidad de discípulos cuya misión es anunciar la salvación y ser testigos del Resucitado, y cuya fuerza la encuentran en la Palabra, en la fracción del pan, en la oración y en ser hermanos entre sí. Los discípulos son hermanos; este es el signo de que son discípulos de Jesús. Pero son hermanos no tanto por una opción personal sino porque han sido convocados. Son reunidos antes de ser enviados.

La fraternidad es fuente de fuerza para la misión. Pero se apoya sobre otra fuerza: el Espíritu Santo. Sobre los hermanos reunidos en oración viene el Espíritu el día de Pentecostés y los lanza a dar testimonio (Hch 2,1ss.). Sobre los hermanos reunidos de nuevo en oración, apoyándose mutuamente tras el apresamiento y liberación de Pedro y Juan, viene el Espíritu y los llena de fuerza para predicar la Palabra de Dios con valentía (Hch 4,23ss.). La narración de los Hechos de los Apóstoles nos muestra cómo la comunidad de discípulos se va haciendo consciente progresivamente de que fraternidad y misión se requieren mutuamente, y que ambas se desarrollan por impulso o exigencia del Espíritu. Este es el dinamismo que se establece: el cultivo de la fraternidad crea una mayor conciencia de misión, y el desarrollo de la misión produce fraternidad.

Con renovado empeño el Espíritu Santo rescata y renueva ese mensaje en la Iglesia, especialmente desde el marco de la vida consagrada. Por eso suscita la presencia de religiosos hermanos en el interior de las Congregaciones clericales. Esta presencia es importante, no solo por su contribución a satisfacer las necesidades materiales u otras, sino sobre todo porque en dichas congregaciones ellos son recuerdo permanente de «la dimensión fundamental de la fraternidad en Cristo[35]» que todos sus miembros deben construir. Por el mismo motivo, el Espíritu suscita también los Institutos religiosos de Hermanos, juntamente con los de Hermanas: todos ellos evocan permanentemente en la Iglesia el valor supremo de la fraternidad y de la entrega gratuita como expresiones eminentes de comunión.

El nombre de «hermanos» designa positivamente lo que estos religiosos asumen como misión fundamental de su vida: «Estos religiosos están llamados a ser hermanos de Cristo, profundamente unidos a Él, primogénito entre muchos hermanos (Rm 8,29); hermanos entre sí por el amor mutuo y la cooperación al servicio del bien de la Iglesia; hermanos de todo hombre por el testimonio de la caridad de Cristo hacia todos, especialmente hacia los más pequeños, los más necesitados; hermanos para hacer que reine mayor fraternidad en la Iglesia»[36].

  1. LA IDENTIDAD DEL RELIGIOSO HERMANO

Un misterio de comunión para la misión

Memoria del amor de Cristo: «Lo mismo debéis hacer vosotros…» (Jn 13,14-15)

  1. Para profundizar en la identidad del Hermano nos dejaremos iluminar interiormente contemplando uno de los iconos más sugerentes de los cuatro evangelios: Jesús lavando los pies a sus discípulos.

La narración que el evangelista Juan nos ofrece sobre la cena del Jueves Santo se inicia con esta solemne y entrañable afirmación: «Y él, que había amado siempre a los suyos que estaban en el mundo, llevó su amor hasta el fin» (Jn 13,1). La última cena de Jesús con sus discípulos se desarrolla en un ambiente de testamento: Jesús compromete a sus discípulos y, a través de ellos, a toda la Iglesia, a continuar el ministerio de salvación que alcanza su culmen en la muerte de Jesús en la cruz, pero que había desarrollado durante su vida, tal como se refleja en aquella respuesta a los discípulos de Juan: «Id y decid a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de su enfermedad, los sordos oyen., los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el mensaje de salvación» (Lc 7,22).

La Iglesia se siente, pues, constituida en pueblo ministerial por encargo de Jesús. Los evangelistas representan la institución del ministerio eclesial a través de dos iconos. Los tres sinópticos eligen el icono de Jesús partiendo y entregando su Cuerpo y su Sangre a sus discípulos, al tiempo que les encarga: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19). En cambio, el evangelio de Juan nos presenta el icono de Jesús con la toalla ceñida a la cintura y lavando los pies a sus discípulos, para encargarles después: «Lo mismo debéis hacer vosotros unos con otros… como yo lo he hecho con vosotros» (Jn 13,14-15).

En la conciencia de la Iglesia, es a la luz del icono del lavatorio de los pies como adquiere todo su sentido aquel otro en que Jesús reparte su Cuerpo y su Sangre. Es decir, el mandamiento del amor fraterno nos da la clave fundamental para entender el sentido de la Eucaristía en la Iglesia. Así lo refleja la liturgia del Jueves Santo.

Este testamento que la Iglesia recibe de Jesús se refiere a dos facetas o dimensiones del ministerio de salvación que se despliega en la Iglesia a través de diversos ministerios particulares. De una parte, con el sacerdocio ministerial, instituido por un sacramento específico, la Iglesia garantiza su fidelidad a la memoria de la entrega de Jesús, su muerte y resurrección, y la actualiza por la Eucaristía. De otra, el propio Espíritu Santo aviva entre los fieles el recuerdo de Jesús en la actitud del servidor, y la urgencia de su mandato: «…en esto conocerán que sois mis discípulos» (Jn 13,35).

Por eso se despiertan entre los fieles numerosos carismas para desarrollar la comunión por el servicio fraterno. De este modo la salvación llega a los más desfavorecidos: para que los ciegos vean, los cojos anden, los presos sean liberados; y para educar a la juventud, cuidar a los enfermos, atender a los ancianos… El amor fraterno se concreta así en numerosos servicios, muchos de los cuales llegan a institucionalizarse o reconocerse como ministerios eclesiales[37].

La vida consagrada surge en la Iglesia en respuesta a esta llamada del Espíritu a mantener fielmente la memoria del amor de Cristo, que ha amado a los suyos hasta el extremo[38]. Son muchas las formas que adopta esa respuesta, pero en la base está siempre la opción « del don de sí mismo por amor al Señor Jesús y, en Él, a cada miembro de la familia humana»[39].

La vocación y la identidad del religioso hermano adquieren significado en esta dinámica, que es al mismo tiempo integradora y complementaria de los diversos ministerios, pero también necesitada y promotora de signos proféticos.

  1. El misterio: la fraternidad, don que recibimos

Testigo y mediador: « Hemos creído en el amor de Dios »

  1. ¿Qué hay en el origen de la vocación del hermano, sino la experiencia del amor de Dios? «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). Ese es también el origen de toda vocación cristiana. «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»[40].

La opción radical que el Antiguo Testamento propone al pueblo de Israel y a cada israelita en particular se sitúa en este contexto del encuentro del creyente con Dios, de Dios que sale al encuentro del Pueblo con el que ha hecho alianza. Se trata de una consagración total de la vida: «Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (Dt 6,4-5). Jesús reafirma esta exigencia, pero uniéndola a esta otra: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18). En adelante ambos mandamientos formarán uno e indivisible (cf. Mc 12,29-31). «Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1Jn 4,10), ahora el amor ya no es solo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro»[41].

La vocación del hermano no es solo ser destinatario del amor de Dios, sino también testigo y mediador de ese mismo don, del proyecto de comunión que Dios tiene sobre la humanidad y que se fundamenta en la comunión trinitaria. Dicho proyecto, el Misterio que nos ha sido revelado en Cristo, pretende establecer una relación horizontal entre Dios y la humanidad, en el interior mismo de la humanidad, allí donde Dios ha querido situarse.

Las relaciones de filiación se transforman así, simultáneamente, en relaciones de fraternidad. Por ello, decir «hermano» es tanto como decir « mediador del amor de Dios », del Dios que «tanto amó al mundo que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna» (Jn 3,16).

Ser «hermano» es también ser mediador del amor del Hijo, el Mediador por excelencia, que «llevó su amor hasta el extremo» (Jn 13,1) y nos pidió que nos amáramos como Él nos amó (Jn 13,34). De este mundo que Dios ama tanto, el hermano no puede huir; al contrario, es impulsado a salir a su encuentro y a amarlo. Al contemplar la obra salvadora de Dios, el hermano se descubre a sí mismo como instrumento del que Dios quiere valerse para hacer más visibles su alianza, su amor y su preocupación por los más débiles.

El hermano es consciente de que toda la creación está impregnada del amor y la presencia de Dios y que, en especial, cuanto afecta a la persona humana forma parte del plan salvador de Dios. Así nace en el hermano y en la comunidad de hermanos el empeño por la calidad de su servicio profesional en toda tarea, por profana que parezca.

Consagrado por el Espíritu

  1. Nada hay más grande que la consagración bautismal. El Bautismo «nos regenera a la vida de los hijos de Dios; nos une a Jesucristo y a su Cuerpo que es la Iglesia; nos unge en el Espíritu Santo constituyéndonos en templos espirituales»[42]. Toda la existencia del cristiano ha de ser un proceso de integración en el plan de comunión significado en el Bautismo, asumiendo sus compromisos bautismales según la vocación que ha recibido de Dios.

El enunciado anterior corre el riesgo de no entenderse si lo leemos al margen del gran relato de la historia de la salvación, en el que cobra vida y en el que, gracias al Bautismo, el cristiano encuentra un lugar propio e insustituible. Dicha historia narra cómo la Trinidad proyecta su propia comunión en la misión de salvación de la humanidad, cómo intenta la alianza de diversas formas y se compromete en ella hasta el extremo por la encarnación del Hijo. Esta historia de salvación se continúa gracias al Espíritu, que reúne a la Iglesia y la edifica con sus dones para seguir salvando por ella a la humanidad.

En ese gran relato participamos todos, pues «Dios llama a cada uno en Cristo por su nombre propio e inconfundible»[43]. Cada uno interviene activamente y su influencia en los demás es decisiva. A cada uno, como miembro de la Iglesia, «se le ha confiado una tarea original, insustituible e indelegable, que debe llevar a cabo para el bien de todos»[44]. Cada uno, gracias a la unción recibida en el Bautismo y la Confirmación, podrá repetir las palabras de Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, y a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). De esta manera, «el bautizado participa en la misma misión de Jesús el Cristo, el Mesías Salvador»[45].

Compromiso público: hacer hoy visible el rostro de Jesús-hermano

  1. En esta historia personal que comienza en el Bautismo, se inserta y encuentra su pleno sentido la consagración religiosa. Esta es « una singular y fecunda profundización » de la consagración bautismal, en cuanto expresa una vocación que implica « un don específico del Espíritu Santo»[46].46 Este don se experimenta como un impulso a proclamar con la propia vida ante la comunidad eclesial y ante el mundo lo que Jesús anuncia en la sinagoga de Nazaret: «Hoy se cumple ante vosotros esta escritura» (Lc 4,21). Dicho impulso, que caracteriza la vida del profeta, va acompañado de una invitación sentida interiormente, a manifestar con el celibato voluntario, abrazado por amor y vivido en comunidad fraterna, la novedad del mundo revelado en Jesucristo, la fecundidad de su alianza con la Iglesia, más allá de la carne y la sangre.

Cada consagración religiosa manifiesta a los fieles que el misterio de Cristo Salvador se cumple hoy y aquí, en este mundo y por medio de la Iglesia de hoy. En cada tiempo y lugar las personas consagradas revelan a sus contemporáneos los rasgos de Jesús con los que Él mismo hacía notar que el misterio del Reino de Dios había irrumpido en la historia. La visibilidad se produce por un modo de presencia que descubre el carisma de cada familia consagrada en el aquí y ahora. Por eso las personas consagradas han de preguntarse frecuentemente: ¿cómo ser testigos del Señor, hoy?; ¿qué tipo de presencia hemos de asumir para que el Señor Jesús pueda ser visto, intuido, por las gentes de hoy?

La vida consagrada está llamada a ser «memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos»[47]. En particular, el religioso hermano, al igual que la religiosa hermana, hace visible en la Iglesia el rostro de Cristo hermano, «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29), artífice de una nueva fraternidad que instaura con su enseñanza y con su vida.

Ejercicio del sacerdocio bautismal

  1. El Concilio Vaticano II ha puesto en evidencia la riqueza del Bautismo y la grandeza del sacerdocio común a todos los bautizados. Ha señalado la relación mutua entre el sacerdocio bautismal y el sacerdocio ministerial, y ha recordado que este último está radicalmente ordenado al de todos los fieles[48].

El religioso hermano, al vivir su condición laical mediante una consagración especial, es testigo del valor del sacerdocio común, recibido en el Bautismo y la Confirmación: «Nos ha hecho un reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1,5-6). Su consagración religiosa constituye de por sí un ejercicio en plenitud del sacerdocio universal de los bautizados. El acto esencial de este sacerdocio consiste en la ofrenda del sacrificio espiritual por el que el cristiano se entrega a Dios como hostia viva y agradable (Rm 12,1), en respuesta a su amor y para procurar su gloria.

El hermano vive la comunión con el Padre, fuente de toda vida, por la ofrenda total de su existencia a Él, en actitud de alabanza y adoración. Al enraizar profundamente su vida en Dios, el hermano consagra toda la creación, reconociendo la presencia de Dios y la acción del Espíritu en las criaturas, en las culturas, en los acontecimientos. Y porque reconoce esa presencia activa, puede anunciarla a sus con-temporáneos. Esta capacidad es el fruto de un proceso permanente de apertura a Dios por su consagración, esto es, de la vivencia diaria de su sacerdocio bautismal.

Semejante en todo a sus hermanos

  1. La consagración religiosa ayuda al hermano a participar más conscientemente en la dimensión fraterna que caracteriza el sacerdocio de Cristo. Él «tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel» (Hb 2,17-18). Para revestirnos de su filiación divina, Jesucristo se hizo previamente hermano, compartió nuestra carne y sangre, se hizo solidario con los sufrimientos de sus hermanos. Hermano es el título que Jesús da a sus discípulos tras su resurrección, y María Magdalena es la encargada de comunicárselo: «Vete a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre…» (Jn 20,17).

En la comunidad fraterna que lo acoge, el religioso hermano experimenta el misterio de Jesús resucitado como anuncio y envío. Esta comunidad es espacio teologal[49] donde Jesús se hace presente en medio de los hermanos (cf. Mt 18,20) para reunirlos con un solo corazón, para darles su Espíritu (cf. Jn 20,22) y enviarlos como a María Magdalena a anunciar que en Cristo todos somos hermanos, hijos del mismo Padre. Fundamentado en esta experiencia, el hermano desarrolla el sacerdocio bautismal por la fraternidad, siendo por ella puente de unión entre Dios y sus hermanos, ungido y enviado por el Espíritu para hacer llegar la Buena Nueva del amor y la misericordia de Dios a todos y, especialmente, a los más pequeños de sus hermanos, los miembros más débiles de la humanidad.

Tanto el religioso hermano como el laico comprometido en la sociedad secular viven el sacerdocio universal según modalidades diferentes. Ambas expresan la riqueza compleja de este sacerdocio que implica cercanía a Dios y cercanía al mundo, pertenencia a la Iglesia como sierva del Señor, y a la Iglesia que se construye a partir del mundo, destinado a Dios. El laico comprometido con el mundo recuerda eficazmente al religioso hermano que no puede ser indiferente a la salvación de la humanidad, ni al progreso en la tierra, querido por Dios y ordenado a Cristo. El hermano recuerda al laico comprometido en la sociedad secular que el progreso en la tierra no es la meta definitiva, que «la edificación de la ciudad terrena se funda siempre en Dios y se dirige a Él, no sea que trabajen en vano los que la edifican»[50].

La profesión: una consagración única, expresada en votos diversos

  1. La ofrenda de sí se hace pública y es recibida por la Iglesia a través de la profesión de los votos. La consagración precede a los votos, los abarca y los supera existencialmente. Esta afirmación se comprenderá a la luz de lo que sigue.

Para responder a la acción amorosa de Dios que lo consagra, la persona consagrada se ofrece a Dios por la profesión religiosa: hace ofrenda, ante todo, de la propia vida, para convertirla en signo del primado de Dios, de una vida toda para Él, de la alianza, del amor de Dios por su Pueblo. Es el compromiso del amor como orientación fundamental de la vida. Es el vínculo de la fraternidad como respuesta al don de la filiación, recibido de Dios en su Hijo Jesús.

Esta consagración que unifica e integra la vida, compromete a la persona a vivir en el aquí y ahora de cada día el sacrificio de sí mismo en todas las dimensiones de su existencia concreta. En este dinamismo integrador adquieren sentido los votos, como modo de abarcar, con diversos acentos, la totalidad de la existencia.

En la historia de la vida consagrada la profesión pública religiosa se ha explicitado de diversas formas, pero desde el siglo XIII se fue haciendo común la tendencia a expresarla a través de los consejos evangélicos, que resaltan la intención de conformar con Cristo toda la existencia[51] en tres dimensiones esenciales: castidad, pobreza y obediencia.

El religioso hermano expresa su consagración por la profesión de los consejos evangélicos, al tiempo que señala la unidad de su vida y su conformidad con Cristo desde el eje central del Evangelio, el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Vive su castidad, especialmente, como experiencia del amor de Dios por el que se siente impulsado a un amor universal y a ser promotor de comunión con el testimonio de su fraternidad[52]. Vive su pobreza como quien ha recibido gratuitamente, en la persona de Jesús, la perla preciosa del Reino de Dios; por ella se hace disponible para construir la fraternidad y servir en la caridad a todos, especialmente a los más pobres; esa pobreza abre los hermanos unos a otros y les hace sentirse necesitados unos de otros. Vive su obediencia, de modo particular, como búsqueda en común de la voluntad del Padre, en la fraternidad animada por el Espíritu, con la disposición de caminar juntos en unión de espíritu y de corazón[53] y aceptando gustosamente las mediaciones humanas indicadas por la Regla del Instituto[54].

Los votos expresan, pues, el compromiso del hermano a vivir el misterio de Dios, del que ha sido constituido, en unión con sus hermanos, signo y profecía para la comunidad eclesial y para el mundo[55]: misterio de amor, de alianza, de fraternidad.

Una espiritualidad encarnada y unificadora

  1. La dimensión profética es parte esencial de la identidad del consagrado y se desarrolla, en primer lugar, por la escucha. Así lo experimenta el Siervo de Yahvé: «Cada mañana me despierta el oído para escuchar como un discípulo» (Is 50,4). Solo la experiencia de estar enraizado en Dios e imbuido por su Palabra, puede garantizar la vivencia de esta dimensión en la acción apostólica, pues « la verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con Él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia»[56]. La aptitud para leer en profundidad los signos de los tiempos, para captar tras ellos la llamada de Dios a trabajar según sus planes[57], para descubrir la presencia de Dios en las personas y especialmente en los pobres, es fruto del cultivo de la contemplación, que nos ayuda a ver las cosas y las personas como las ve Dios.

La espiritualidad del hermano ha de conducirle a revivir de un modo especial la experiencia cristiana de los orígenes que el evangelista Mateo expresó simbólicamente: «El velo del templo se rasgó» (Mt 27,51). Esta imagen nos sugiere que Jesús, con su muerte, «nos ha abierto un camino nuevo y viviente a través del velo de su propia humanidad» (Hb 10,20) para que podamos encontrarnos con el Padre. La presencia de Dios ya no es exclusiva de un «lugar sagrado»; desde entonces, «a Dios hay que adorarlo en espíritu y en verdad» (Jn 4,24).

El hermano está llamado a vivir esta espiritualidad encarnada y unificadora que le facilita el encuentro con Dios, no solo en la escucha de la Palabra, los Sacramentos, la liturgia, la oración, sino también en la realidad cotidiana, en todas sus tareas, en la historia del mundo, en el proyecto temporal de la humanidad, la realidad material, el trabajo y la técnica. Una tal espiritualidad tiene su base en una visión profunda de la unidad del designio de Dios: es el mismo Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien crea el mundo y quien lo salva. Se trata de llevar toda la vida a la oración y de que la oración se continúe en la vida.

Los religiosos hermanos concilian la oración oficial de la Iglesia con la dimensión de servicio que caracteriza su vida consagrada. Cultivan una actitud contemplativa capaz de vislumbrar la presencia de Jesús en su historia, en sus vidas cotidianas, en sus quehaceres y compromisos, para poder exclamar con Él: «Yo te bendigo, Padre… porque has revelado estas cosas a los sencillos…» (Lc 10,21).

Una espiritualidad de la Palabra para vivir el Misterio «en casa», con María

  1. Los tres evangelios sinópticos narran brevemente una escena en la que Jesús establece una diferencia inequívoca entre « su madre y sus hermanos » según la carne y « su madre y sus hermanos que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21). En el relato, Jesús se pronuncia claramente en favor de estos últimos. Los primeros están fuera de la casa, lo llaman desde fuera; los segundos están en torno a Él, dentro de casa, escuchándolo. En esta nueva categoría de relación familiar establecida por Jesús es donde María encuentra su verdadera grandeza y su significación profunda para la comunidad cristiana. De ella nos afirma el propio San Lucas que «lo guardaba todo en lo íntimo de su corazón, meditando continuamente en ello» (Lc 2,19.51). María acoge y vive a fondo el misterio del amor de Dios hasta hacerlo carne suya. Ella es lazo de unión en la comunidad naciente de los hermanos, a la que acompaña y en la que se integra como madre y hermana; y en esta fraternidad orante recibe el Espíritu (cf. Hch 1,14; 2,1-4).

Como María, el religioso hermano está invitado a vivir intensamente la espiritualidad de la Palabra, a tener esta experiencia de estar en casa, en torno a Jesús, escuchando su mensaje, y a vivir a su lado el misterio del Padre que nos hace hijos en el Hijo y hermanos entre nosotros y con Jesús.

Como María, el hermano está invitado a dejarse llenar por el Espíritu, a escucharlo dentro de sí, que clama en lo más profundo del corazón: Abbá! (Ga 4,6; Rm 8,15). Esta experiencia es la única en la que puede sustentar su vocación.

Apoyado e inspirado en María, el hermano vive en su comunidad la experiencia del Padre que reúne a los hermanos con su Hijo en torno a la mesa de la Palabra, de la Eucaristía y de la vida. Con María, el hermano canta la grandeza de Dios y proclama su salvación: por eso se siente urgido a buscar y hacer sentar a la mesa del Reino a los que no tienen para comer, a los excluidos de la sociedad y a los marginados del progreso. Esa es la eucaristía de la vida que el hermano está invitado a celebrar desde su sacerdocio bautismal, reafirmado por su consagración religiosa.

  1. La comunión: la fraternidad, don que compartimos

Del don que recibimos, al don que compartimos: «Que sean uno para que el mundo crea» (Jn 17,21)

  1. El misterio de la comunión de la propia vida interior que la Trinidad nos comunica se hace don compartido por los hermanos en la comunidad. El don recibido y compartido será también entregado en la misión.

El cimiento que sostiene la comunidad religiosa es, sobre todo, el don de la fraternidad que ha recibido, antes que el esfuerzo o la generosidad de sus componentes o la tarea que realizan. « Cuando se olvida esta dimensión mística y teologal, que la pone en contacto con el misterio de la comunión divina presente y comunicada a la comunidad, se llega irremediablemente a perder también las razones profundas para hacer comunidad, para la construcción paciente de la vida fraterna»[58].

La comunidad de los hermanos manifiesta así el carácter universal de la fraternidad inaugurada por Cristo, pues no se apoya sobre lazos naturales sino sobre la fuerza del Espíritu Santo, principio vivo del amor entre los seres humanos. La vida comunitaria auténtica constituye un signo vivo de la realidad esencial que los hermanos han de anunciar. El amor que Dios ha mostrado a la humanidad en Jesucristo se convierte en principio de unión de los seres humanos entre sí: «que sean uno para que el mundo crea» (Jn 17,21). Construyéndose sobre la fe, la comunidad ejerce el ministerio de revelar el amor de Dios Trinidad mediante la comunión que reina en ella.

Consagración y misión quedan unidas en la comunidad. En medio de ella, reunida en el nombre de Jesús, el hermano experimenta el misterio de Dios: el amor del Padre, la vida de Jesús Resucitado, la comunión del Espíritu Santo. El Señor consagra al hermano en la comunidad y desde ella le envía a comunicar ese mismo misterio: el amor, la vida, la comunión.

Comunidad que desarrolla el sacerdocio bautismal

  1. La comunidad de los hermanos es en sí misma una manifestación privilegiada del sacerdocio bautismal. Toda ella se ordena para facilitar que sus miembros vivan la experiencia de ser elegidos por el Señor «como piedras vivas, utilizadas en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por mediación de Jesucristo» (1Pe 2,5). La imagen de la primera carta de San Pedro nos da idea del dinamismo de un edificio en construcción. Es muy apropiada para referirnos a una comunidad religiosa de hermanos llamada a desarrollar la dimensión de su sacerdocio común.

La comunidad organiza su vida para ver pasar la acción de Dios por su agenda diaria y descubrir en las páginas de esta la historia de la salvación que se va cumpliendo día a día. En la misma contemplación, la comunidad se descubre a sí misma como mediadora en la acción salvadora de Dios. Agradece, celebra y se ofrece para continuar, como instrumento útil, la historia de la salvación.

La materia de la ofrenda sacerdotal de la comunidad, es la realidad misma de los hermanos, con las limitaciones, pobrezas y debilidades de cada uno. Los hermanos construyen la comunidad desde el don gozoso de sí mismos. Es una experiencia eucarística, por la cual se unen a Cristo en su ofrenda al Padre, para continuar su obra redentora a través de su comunidad. En esa celebración de la vida no puede faltar el perdón entre los hermanos, no solo como exigencia del amor y condición para construir la comunidad, sino como expresión del sacerdocio bautismal. Se convierten así en mediadores, los unos para los otros, de la gracia y el perdón que vienen de Jesús Resucitado (cf. Jn 20,22-23).

Fraternidad ministerial: «Fuente y fruto de la misión»

  1. «La comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión»[59]. Esta afirmación de la reflexión postconciliar de la Iglesia encuentra una imagen visible en la comunidad que construyen los hermanos. Esta es siempre una fraternidad para la misión. No es, simplemente, que la comunidad tenga una ocupación externa apostólica. El misterio de Dios salvador brota como fuente en la comunidad, es vivido entre los hermanos y se proyecta en la misión eclesial. Vuelve luego a la comunidad y realimenta la vida de esta desde la realidad experimentada en la misión.

Impulsados por los respectivos carismas fundacionales, los Institutos de Hermanos construyen comunidades que se sitúan dentro de la misión, en alguna parcela de la gran misión eclesial, ya sea esta activa o contemplativa o mixta. La comunidad actúa como embajadora del amor de Dios en el mundo, instrumento de su salvación entre los que sufren, entre los marginados, entre los pequeños y los débiles. Ella encarna la presencia salvadora de Dios dentro de la realidad humana necesitada de salvación. Por eso es fácil identificarla como signo que conduce directamente al significado. Se trata de un grupo de hermanos que se esfuerzan por vivir en comunión en torno a Quien les ha reunido y comunican esa experiencia como mensaje de Quien les envía.

La aprobación de los Institutos de Hermanos por parte de la Iglesia lleva consigo, en primer lugar, la encomienda de la misión que realizan desde su propio carisma. En segundo lugar, el reconocimiento de que su compromiso con las diversas situaciones humanas en que están implicados no es algo accidental o externo a su vida religiosa, sino que forma parte esencial de su identidad y de su consagración. Más allá de las tareas concretas que desarrollan, estas comunidades consagradas representan a la Iglesia, sacramento universal de salvación[60], en el interior de la sociedad y especialmente al lado de los pobres y los que sufren.

Parece, pues, apropiado referirnos a estas comunidades de hermanos como fraternidades de servicio, en el sentido de que el ministerio eclesial[61] asumido por la comunidad de hermanos le da su identidad peculiar en la Iglesia. Además, la comunidad pone el acento en la relación fraterna entre sus miembros y con los destinatarios de su misión. Quien lleva a cabo el ministerio no es un individuo sino la comunidad. Los miembros de una comunidad ministerial pueden realizar funciones muy diversas; incluso algunos pueden estar imposibilitados para cualquier tarea externa, por enfermedad o por edad. El ministerio no se identifica con una tarea concreta. Es el conjunto de la comunidad quien lo realiza a través de los diversos servicios de sus miembros, incluidos el de la oración, la ofrenda de su sufrimiento por parte de los enfermos, la actitud solidaria de unos con otros… La comunidad entera se responsabiliza de la misión que la Iglesia le ha confiado.

La fraternidad en el servicio ha sido una aportación fundamental de los Institutos religiosos de hermanos a la vida consagrada y a la Iglesia. A través de ella dichos Institutos subrayan el lazo indisoluble entre comunión y misión, el papel esencial del amor fraterno como eje central de la evangelización, la extensión y complejidad de esta, la realidad de la acción del Espíritu y las semillas de la Palabra[62] presentes de algún modo en todos los pueblos y culturas.

Comunión fraterna y vida en común

  1. La vida en común, característica esencial de la vida religiosa de los hermanos, tiene la finalidad de favorecer intensamente la comunión fraterna, pero la vida fraterna no se realiza automáticamente con la observancia de las normas que regulan la vida común[63].

Si bien es cierto que las estructuras son necesarias, la comunidad de los hermanos se expresa principalmente en sus actitudes. Ellos se reúnen para participar más intensamente en la vida y misión de Jesús, para testimoniar la fraternidad y la filiación a la que todos los fieles están llamados.

La comunidad es, pues, para los hermanos, una experiencia, más que un lugar; o mejor aún, los hermanos viven en común, se reúnen en un lugar para poder desarrollar a fondo esa experiencia. De esta forma responden a la llamada a ser expertos en comunión[64], signos eficaces de la posibilidad de vivir relaciones profundas enraizadas en el amor de Cristo.

El amor mutuo es el distintivo de los cristianos (cf. Jn 13,35), y esta es la señal que los hermanos ofrecen. Este ha de ser el criterio de discernimiento de cada comunidad de hermanos, por encima de la eficacia de sus obras. Es fácil comprobar cómo en el período fundacional de cada uno de los Institutos de Hermanos se señala el amor fraterno como eje central del proyecto, y se asume explícitamente el ideal de los primeros cristianos, de ser «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). A partir de este eje organizan su acción apostólica, conscientes de que esta consiste en transmitir lo que los hermanos viven previamente en comunidad. Su fraternidad será creadora de fraternidad, y la misión de los hermanos se perfila desde el principio como ser comunión y crear comunión.

Fraternidad y consejos evangélicos: un signo contracorriente

  1. La vivencia profética de la fraternidad[65] por parte de los hermanos se acompaña con el compromiso de asumir el estilo de vida de Jesús. El celibato consagrado les permite vivir plenamente la vida comunitaria y ser hermanos de todos, en lugar de vivir un amor exclusivo. La pobreza, como elección de un estilo de vida sobrio y sencillo, compartiendo los bienes para experimentar así la comunión fraterna con los otros[66]. Y la obediencia, por la que todos se unen en el proyecto común, «en un mismo testimonio y en una misma misión, aun respetando la propia individualidad y la diversidad de dones»[67]. Esta vivencia profética exige una ruptura inicial con el lugar de procedencia, con la familia, los amigos, el pueblo… para recuperarlos luego, desde el enraizamiento en la nueva familia, en el nuevo marco de la fraternidad universal.

La comunidad de los hermanos vive su misión profética a contracorriente, pues por su estilo de vida según el evangelio se opone al que el mundo promueve. Ella es «una fraternidad nacida del Espíritu, de la libertad interior de quien se fía de Dios a pesar de los límites humanos de los que lo representan »[68]. Y por eso es un lugar de compromiso múltiple, de interdependencia mutua, de concordia y solidaridad que se abre y se proyecta al exterior, en un modo de vida exigente, en el discernimiento de su estilo de vida a la luz del evangelio. No hay que olvidar, sin embargo, que es un signo frágil: necesita una constante renovación, ha de ser vivido en el camino hacia la santidad y en el dinamismo evangélico que vivifica y rehace constantemente las estructuras.

Comunidad en búsqueda

  1. En el comienzo de su experiencia vocacional (cf. Hch 22,3-21) el Apóstol Pablo pregunta: «¿Qué debo hacer, Señor?» La pregunta señala el cambio radical de actitud que se ha dado en él al dejar su propio camino para entrar en el de Jesús. La respuesta no la encontrará en el cumplimiento exacto de la Ley y las tradiciones de la Sinagoga, sino en la escucha a las personas, la lectura de los acontecimientos y la contemplación de la Palabra.

Los religiosos hermanos, al afrontar el presente, han de arriesgarse a hacer la misma pregunta que Pablo: «¿Qué debo hacer, Señor?» Pero esta pregunta solo es sincera cuando va precedida de la disposición de « levantarse », pues ésa es la primera exigencia de la respuesta (cf. Hch 22,10.16). Es decir, la fidelidad al tiempo presente exige la disposición personal al cambio y la desinstalación. Sin ella, de poco valdrá la renovación de estructuras.

El hermano no se hace la pregunta a sí mismo sino que la dirige al Señor Jesús porque quiere conocer y cumplir su voluntad. Deberá ser un contemplativo, para descubrirlo en las personas y en los acontecimientos a la luz de la Palabra. Esta iluminación permite al hermano leer la vida diaria desde el corazón de Dios y vivir cada momento como tiempo de gracia y salvación.

La vida consagrada, como toda forma de vida cristiana, es una búsqueda de la perfección en el amor[69]. La vocación del hermano y su compromiso de ser memoria para todos de esta obligación es también motivo para un mayor esfuerzo[70].70 En esta búsqueda han de estar muy atentos al desgaste de la vida fraterna en comunidad. Son muchos los factores que tienden a destruirla si los hermanos no la construyen diariamente y no reparan los daños o fricciones que se producen. Parte de su proceso de conversión es volver continuamente a lo esencial, a su misión profética en la Iglesia: vivir la fraternidad como un don recibido de Dios, y construirla con su ayuda y el compromiso de los hermanos, hacia dentro y hacia fuera de la comunidad.

III. La misión: la fraternidad, don que entregamos

La vida como fraternidad con los pequeños: «Lo que hicisteis a uno de estos mis pequeños hermanos» (M25,40)

  1. Dos imágenes evangélicas nos ilustran el sentido de la misión del hermano. Una es la de Jesús compadecido de la muchedumbre, «porque parecían ovejas sin pastor» (Mc 6,34). Jesús les sacia ampliamente con el pan de su Palabra y, movido de la compasión, pide a sus discípulos que les repartan también el pan de la vida natural: «Dadles vosotros de comer» (Mc 6,37).

La otra imagen nos presenta también a Jesús, el Hijo del hombre, pero esta vez su compasión se presenta como auténtica fraternidad con los más desfavorecidos, hasta identificarse con ellos. Su mandato se convierte en una solemne advertencia: «Lo que hicisteis a uno de estos mis pequeños hermanos, a mí me lo hicisteis. … Cuanto dejasteis de hacer en favor de los más humildes, también a mí dejasteis de hacerlo» (Mt 25,40.45).

En todo el Evangelio es notoria la preocupación de Jesús por aliviar los sufrimientos y satisfacer las necesidades de la gente, hasta el punto de identificarse Él mismo con los más necesitados y advertir que solo los que les socorren heredarán el Reino prometido. De la misma forma, el encargo que reciben sus discípulos al ser enviados a evangelizar, no se refiere solo al anuncio del mensaje espiritual sino también a la liberación de cuanto oprime a la persona y a su desarrollo humano[71], ya que «entre evangelización y promoción humana –desarrollo, liberación– existen efectivamente lazos muy fuertes»[72].

A lo largo de toda su historia la Iglesia se ha tomado muy en serio el mandato de Jesús: «Dadles vosotros de comer». Su acción evangelizadora ha ido sistemáticamente ligada a la distribución del pan humano, en sus diversas formas: alimento, salud, liberación, cultura, sentido de la vida, etc. De manera especial, la historia de la vida consagrada relata este esfuerzo que convierte en una realidad la Buena Noticia del Reino.

La misión del hermano sigue este mismo movimiento presentado por los dos iconos que acabamos de contemplar. De un lado, es el fruto de un corazón que se deja compadecer por las necesidades y las miserias de la humanidad; siente en ellas la llamada de Cristo que le envía a calmar el hambre en formas muy variadas; su carisma le hará especialmente sensible a alguna de ellas. Pero no es suficiente; el hermano, cuya vocación última es identificarse con el Hijo del hombre, se siente impulsado a hacerse como él, hermano de los más pequeños. Y así es como el don de la fraternidad que ha recibido y que vive en su comunidad, lo entrega ahora en la misión. Es un don cuyos últimos destinatarios son los pequeños hermanos con los que Cristo se ha identificado. La misión no es «lo que hace», sino su vida misma hecha comunión con los pequeños: «para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona»[73].

Participando en el ministerio de Jesús, «el Buen Pastor»

  1. «…Los religiosos hermanos desempeñan múltiples y valiosos servicios dentro y fuera de la comunidad, participando así en la misión de proclamar el Evangelio y de dar testimonio de él con la caridad en la vida de cada día. Efectivamente, algunos de estos servicios se pueden considerar ministerios eclesiales confiados por la legítima autoridad»[74]. Los servicios « son todos una participación en el ministerio de Jesucristo, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11), el siervo humilde y totalmente sacrificado por la salvación de todos (cf. Mc 10,45)»[75].

La imagen del Buen Pastor, al igual que la imagen del Maestro con la toalla ceñida y lavando los pies a sus discípulos, nos habla, no de poder, sino de servicio, de amor y de sacrificio hasta dar la vida. Así ha de entender el hermano su servicio, cualesquiera que sean las funciones concretas que tiene encomendadas en complementariedad con sus hermanos.

Entre los servicios y ministerios desempeñados por los hermanos, unos están más ligados a la vida interna de la Iglesia, mientras que otros resaltan su carácter misionero. Unos dependen de tareas más espirituales como el servicio de la Palabra de Dios o la liturgia, otros manifiestan más bien a la Iglesia preocupada por el bien material de los hombres, como fuerza del Espíritu para la sanación y transformación del mundo.

En cualquier caso, la misión del hermano no se reduce a la actividad que realiza, aunque sea apostólica. Misión es la obra de la evangelización en su sentido más global. «Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar…»[76]. Lo mismo ha de poder afirmarse de la vida consagrada y, específicamente, de la del religioso hermano: «En su llamada está incluida por tanto la tarea de dedicarse totalmente a la misión. Antes que en las obras exteriores, la misión se lleva a cabo en el hacer presente a Cristo en el mundo mediante el testimonio personal. ¡Este es el reto, este es el quehacer principal de la vida consagrada! La persona consagrada está “en misión” en virtud de su misma consagración, manifestada según el proyecto del propio Instituto»[77]. En esta relación tan íntima entre misión y consagración se fundamenta la unidad de vida del religioso, que se compromete en la misión por su consagración y vive su consagración en la misión.

Las actividades, incluso las más apostólicas, podrán variar o desaparecer a causa de la enfermedad o la vejez, pero siempre queda la misión. La obra de evangelización, vivida y animada desde el carisma propio, es la razón de ser del hermano y lo que da sentido a su consagración religiosa. Como Jesús, ha de poder decir: «Yo por ellos me consagro» (Jn 17,19).

No es, pues, una cuestión de tarea sino de identidad: «Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar»[78].78 El ministro es la persona entera del hermano: consagrado, hombre de comunidad, identificado con la misión. Todo él asume el privilegio y la responsabilidad de representar para la Iglesia al Buen Pastor que da la vida por sus ovejas.

La misión que conduce a las fuentes: «Ven y verás»

  1. La sed de espiritualidad aparece con fuerza en la sociedad actual, pero tiende a ahogarse en multitud de sucedáneos. Lo mismo que Felipe a Natanael, el hermano se apresura a anunciar el hallazgo de la Persona que da respuesta a los deseos más profundos del corazón humano; y ante la incredulidad de su interlocutor ha de poder decir: «Ven y verás» (cf. Jn 1,45-46). Es la misma invitación hecha por la Samaritana a la gente de su pueblo, tras haber encontrado la fuente de agua viva que le ofrece Jesús: «Venid a ver a un hombre que me ha adivinado todo lo que he hecho. ¿Será acaso este el Mesías?» (Jn 4,29).

Los hermanos se ofrecen como guías en la búsqueda de Dios[79], conscientes de sus propias incoherencias, pero capaces de acompañar a sus contemporáneos en su itinerario de fe. A nivel comunitario los hermanos planifican sus comunidades para que sean escuelas de auténtica espiritualidad evangélica[80], y las ofrecen como lugares privilegiados donde se experimentan los caminos que conducen hacia Dios[81]. Están llamados, pues, como comunidad, a convocar a la oración, a compartir la búsqueda y la experiencia de Dios, a facilitar la lectura comprensiva de la Escritura y a profundizar el diálogo entre la fe y la cultura…

Las comunidades contemplativas concentran su misión en este mostrar las fuentes. Estas comunidades son un signo poderoso que interroga a nuestra sociedad alejada de Dios. Son lugares de encuentro para jóvenes y adultos en búsqueda del sentido profundo de sus vidas. No es casual el fenómeno del despertar espiritual y de atracción de jóvenes por comunidades orantes de tipo ecuménico como la de Taizé u otras comunidades monacales y conventuales católicas, tanto de hombres como de mujeres.

Todos los hermanos, cualquiera que sea su misión específica, han de preocuparse por ser testigos de la esperanza que llevan dentro, según nos invita San Pedro (1 Pe 3,15). Están llamados a dar un rostro a la esperanza, haciéndose presentes en las situaciones de dolor y de miseria, manifestando que la ternura de Dios no tiene fronteras, que la resurrección de Jesús es prenda de victoria, que el Dios de la Vida tendrá la última palabra sobre el dolor y la muerte, que en el último día Dios secará todas las lágrimas (Ap 7,17) y viviremos como hermanos y hermanas.

Misión de fraternidad, buscando al hermano perdido

  1. Los carismas de los Institutos de Hermanos responden frecuentemente a esta invitación de Jesús: «Crucemos a la otra orilla» (Mc 4,35). El relato evangélico que nos transmite Marcos (Mc 4,35-5,20) nos muestra a Jesús y sus discípulos adentrándose en tierras paganas para anunciar el mensaje del Reino. Revela una situación típica de la vida eclesial: frente a la tentación de recluirse en su propio espacio, la Iglesia está urgida por su Maestro a desbordar toda frontera. Nada humano le es ajeno, y cualquier situación humana será siempre un escenario potencial para la Iglesia, un lugar apropiado para el anuncio de la Buena Nueva del Reino.

La búsqueda del alejado, del extraño, del extraviado, del que tiene otra cultura,… es una preocupación fuerte en los orígenes de la Iglesia y se repite como un eco potente en el comienzo de los Institutos religiosos. En los Hechos de los Apóstoles la expresión «los confines del mundo» indica el lugar adonde han de dirigirse los discípulos de Jesús en su anuncio del Evangelio: «Seréis mis testigos… hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). Los religiosos hermanos, animados por sus carismas, aceptan esta invitación.

¿Dónde están hoy los confines? Ya no coinciden tanto con los lugares alejados sino con las situaciones marginales, las periferias de nuestro mundo. Los confines están hoy en los países empobrecidos, en los pueblos en vías de desarrollo y también en las zonas deprimidas de los países desarrollados. Los confines coinciden con la realidad dramática que viven hoy tantos hombres y mujeres, en un contexto marcado por el empobrecimiento, la migración, el hambre, la injusticia, la indiferencia y la falta de sensibilidad ante el dolor ajeno, la superficialidad, la pérdida de valores religiosos y humanos. La vocación de hermano, vivida con autenticidad y encarnada en esta realidad, adquiere un gran sentido.

La tensión hacia los confines se traduce en una opción preferencial por los pobres, por quienes se encuentran en una situación de necesidad urgente[82]. A dicha opción están obligados todos los discípulos de Cristo, pues pertenece a la esencia del Evangelio[83]. En efecto, ése es el signo que da Jesús cuando le preguntan si Él es el esperado (cf. Mt 11,2-6). Las personas consagradas, que han hecho profesión pública de conformarse con Jesús, están llamadas a ser coherentes con su compromiso de vivir siempre por los pobres y, en la medida en que su carisma lo exija, con los pobres o como los pobres.

El evangelio de Lucas ofrece al religioso hermano un icono en el que « mirarse » para dejarse confrontar por él en su búsqueda del hermano alejado. Se trata del Buen Samaritano (Lc 10,30-37). El hombre compasivo de Samaria, que se hace prójimo y hermano del que está caído, es signo del amor misericordioso del Padre.

Signo de un Reino que busca la salvación integral de la persona

  1. Muchos religiosos hermanos realizan su misión ejerciendo una profesión secular, sea el servicio de la salud, la educación, la asistencia a inmigrantes, el acompañamiento de niños y adolescentes en situación de riesgo, etc. Testimonian así que el compromiso por el Reino implica también el esfuerzo por construir, en el aquí y ahora, un mundo más humano y habitable, y que el amor de Cristo va unido al amor a la humanidad, en especial a sus miembros más débiles y necesitados. Hoy más que nunca el mundo necesita de consagrados que, desde el corazón mismo de las realidades seculares y de la vida humana, testimonien que conocen y aman al Dios de la vida.

Hemos de referirnos aquí, en primer lugar, al trabajo manual que realizan muchos hermanos. Los monjes hermanos, especialmente en los monasterios benedictinos, tuvieron un papel decisivo en Occidente, en la restauración de la dignidad y el valor positivo del trabajo manual, que aún hoy en algunas culturas se considera como propio de personas de rango inferior. Con el trabajo manual los religiosos hermanos testimonian el excelso valor del trabajo mediante el cual el hombre colabora con Dios en el perfeccionamiento de la obra maravillosa de la creación, se hace próximo a sus hermanos más sencillos y se identifica con Jesús, hermano y obrero.

Los Institutos de Hermanos cuya misión está asociada a la promoción social y al ejercicio de los derechos humanos en los diversos campos de la marginación, de la fragilidad humana o de la maduración de la persona, ofrecen el signo profético de un Reino que busca la salvación integral de cada ser humano. Su inserción en esas tareas y ambientes es preferentemente comunitaria. Aportan así el testimonio de una comunidad fraterna cuya cohesión se fundamenta en Aquel que les ha llamado y enviado. Incluso cuando, por la edad u otras circunstancias, los hermanos no pueden implicarse en tareas profesionales, la presencia de la comunidad consagrada en ese contexto es una señal que muestra el camino y apunta hacia un horizonte revelador de sentido.

El Reino de Dios está siempre entre nosotros, se construye aquí; y siempre está más allá, porque supera cualquier realización humana; es la obra del Espíritu. Esa tensión e catológica queda personalizada y representada en la consagración y en la persona del hermano, y se hace visible especialmente en la comunidad de los hermanos.

  1. SER HERMANOS HOY: UN RELATO DE GRACIA

«¡Permaneced en mi amor!» (Jn I5,9)

Un relato que sea historia de salvación

  1. ¿Cómo pueden los hermanos ser hoy un rostro reconocible de la alianza, en continuidad con el ministerio del Siervo de Yahvé (cf. Is 42,6), y en fidelidad a la vocación profética recibida del Señor? ¿Cómo pueden seguir siendo memoria viva e interpelante para toda la Iglesia, del Jesús que sirve, lava los pies y ama hasta dar la vida? ¿Podrán sentir y valorar su mensaje, el que la Iglesia espera y necesita de ellos, el mensaje de la fraternidad? En definitiva, ¿qué implica ser hermanos hoy?

La respuesta a estas preguntas no es fácil ni simple, debido a las diferencias entre los múltiples Institutos religiosos y a la diversa situación de la vida religiosa en los distintos continentes.

La vida consagrada ha sido siempre un relato de gracia en la Iglesia y para el mundo: «un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu», que orienta la mirada de los fieles «hacia el misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero espera su plena realización en el cielo»[84].

La vida de los hermanos es un relato, una historia de salvación para sus contemporáneos, y entre ellos, especialmente para los más pobres. «La belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y des-echa»[85]. Lo propio de los hermanos es preocuparse por ser don de Dios Padre para aquellos a los que son enviados. Son transmisores del amor que pasa del Padre al Hijo y del Hijo a sus hermanos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Permaneced en mi amor» (Jn 15,9). La permanencia que se les pide tiene un dinamismo activo, el del amor.

¿Quién es mi hermano?

  1. La pregunta sobre qué significa ser hermano hoy supone la siguiente: ¿Quién es mi hermano? Y la parábola del Buen Samaritano nos remite a esta otra: ¿Para quién, o de quién, nos hacemos hermanos? La respuesta para los religiosos hermanos es clara: preferentemente, aquellos que más necesitan su solidaridad y que les vienen señalados por su carisma fundacional.

Para dar vitalidad y realismo al relato los hermanos están llamados a dejarse inspirar por una serie de iconos bíblicos, fundacionales y contemporáneos, que mejor pueden abrir su vida cotidiana al misterio de amor y alianza revelado por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Los dos primeros capítulos de esta reflexión están salpicados de iconos bíblicos, desde Moisés ante la zarza ardiendo y el Siervo de Yahvé, « alianza del pueblo », hasta Pablo caído en el camino de Damasco. Jesús es el icono central, que nos invita a ser memoria de su amor. El conjunto de esos iconos nos presenta el gran relato de la historia de salvación en la que los hermanos están llamados a actuar cooperando así en la obra salvadora de Dios.

Esos iconos bíblicos han de unirse, por una parte, a los iconos del período fundacional del propio Instituto, que recuerdan a los hermanos el fuego inicial que necesitan recuperar. Y por otra, a los iconos que transmiten hoy la voz del Espíritu: rostros de hermanos que en tiempos recientes han dado su vida, incluso hasta el martirio, en lugares de conflicto social o religioso; y también rostros de niños, jóvenes, adultos y ancianos que hoy viven dignamente gracias al apoyo y a la presencia cercana de los religiosos hermanos.

Hay muchos más rostros, que esperan aún que el Buen Samaritano se acerque a ellos para hacerse hermano suyo y darles vida. Con sus miradas reclaman al hermano los dones que él ha recibido como mediador y cuyos últimos destinatarios son ellos. Están invitando a los religiosos hermanos hoy, sea cual sea su edad, a componer un relato de gracia viviendo la pasión por Cristo y por la humanidad. La preocupación por la propia supervivencia, para que el relato de salvación se siga escribiendo, es justa. Pero mucho más procedente es el deseo de dar la vida, de enterrarse como el grano de trigo, sabiendo que Dios hará que produzca el ciento por uno en la forma que Él juzgue oportuno.

Establecer los fundamentos: la formación inicial

  1. La historia del hermano hoy empieza a fundamentarse desde la formación inicial: en ella el candidato a este estilo de vida toma conciencia de la experiencia del Siervo: «El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre. … Yo soy valioso para el señor, y en Dios se halla mi fuerza» (Is 49,1.5). Enraizado así en la iniciativa libre de Dios y en la experiencia personal de su amor gratuito[86], el joven formando va creciendo en el sentimiento de pertenencia al Pueblo de Dios, dentro del cual y para el cual ha sido elegido.

Un estudio adecuado de la eclesiología de comunión le ayudará a relacionarse con las personas que siguen las diversas formas de vida en las que se articula la vida eclesial[87]; asimismo le animará a sentirse hermano con todos los hermanos y hermanas que forman el Pueblo de Dios. Podrá también descubrir y valorar sus propios dones, no como algo que le separa o eleva por encima de los demás, sino como la capacidad que ha recibido de aportar algo particular al crecimiento del Cuerpo de Cristo y a su misión en el mundo.

«Todos en la Iglesia son consagrados en el Bautismo y en la Confirmación»[88]. Profundizando en este cimiento común y leyéndolo desde la perspectiva propia del carisma fundacional, se llega a encontrar el sentido de la consagración del religioso hermano. La intuición teológica carismática que fundamenta su vocación ha de tenerse muy presente en la formación inicial. Dicha intuición revela una forma específica de vivir el evangelio mediante una consagración especial enraizada en la consagración bautismal y al servicio de una misión peculiar.

Alimentar la esperanza: la formación permanente

  1. Los hermanos viven su vocación en el mundo de hoy de forma diversa: unos con cierto desencanto y frustración, otros con fidelidad, paz, alegría y esperanza. La formación permanente se hace necesaria para estimular a unos, para mantener a otros y para dar a todos la posibilidad de vivir el presente como tiempo de gracia y de salvación (cf. 2Co 6,2). Hoy, más que nunca, es una exigencia intrínseca de la consagración religiosa[89] y ha de ser programada en cada Instituto, en un proyecto lo más preciso y sistemático posible.

La formación permanente de los hermanos se orienta a que puedan revivir en nuestro tiempo el itinerario de los fundadores; a que descubran y apliquen en el presente el dinamismo que les movió a poner en marcha un proyecto de evangelización; a que relean el carisma fundacional a la luz de los desafíos y posibilidades actuales, lo descubran como raíz y profecía y se dejen inspirar por él para dar respuesta a los problemas del presente.

El objetivo de la formación permanente es dar claves para vivir la vida consagrada en el mundo y en la Iglesia de hoy, y proporcionar los criterios que orienten la presencia de los hermanos en el campo de la misión. Dicha formación les ha de llevar a apropiarse de valores que acompañen su acción. Debe plantearse como un proceso de discernimiento comunitario para producir el cambio de toda la comunidad y no solo de los individuos aislados.

En lo posible, la formación ha de ser compartida, no solo con los miembros del propio Instituto sino con personas de otros estados de vida que participan del mismo carisma. Será también muy provechoso plantear una buena parte de ella en coordinación con otras familias carismáticas más o menos afines, sin descuidar por ello los rasgos peculiares de cada vocación.

Recuperar los maestros de vida y esperanza

  1. Un caso particular es la formación permanente de los hermanos mayores, miembros activos en la construcción del relato común de salvación. Muchos de los religiosos hermanos desarrollan su misión en el ejercicio de profesiones seculares como la educación o la sanidad. Se necesita una mentalización previa para evitar que, de hecho, la jubilación laboral conlleve la jubilación religiosa. No existe jubilación en la misión evangelizadora, simplemente se participa en ella de diversas formas. Una, y muy importante, es la de apoyar la misión común con la oración y el sacrificio; otra forma son los pequeños servicios que se pueden ofrecer de acuerdo con su salud; y también, siendo testigos y protagonistas de la gratuidad.

La aportación que se espera de las personas mayores no es tanto la realización de tareas concretas sino principalmente el saber estar en medio de la comunidad como maestros de vida y esperanza, dispuestos a acompañar el camino y el cansancio de los que están más implicados en las tareas externas de la misión. De esta forma cooperan a que la comunidad de servicio sea para el conjunto de la sociedad el signo profético[90] de fe, amor y esperanza que esta necesita.

Profetas para nuestro tiempo

  1. Cada tiempo necesita sus profetas. Nos hemos referido ya a diversos servicios proféticos que los religiosos hermanos ofrecen a la sociedad y a la Iglesia de hoy para contribuir a una mayor humanización de la sociedad y responder a su búsqueda de espiritualidad. Señalamos algunos otros que el momento actual de cambio social está requiriendo y que son una interpelación para los religiosos hermanos:

– La profecía de la hospitalidad como apertura y acogida al otro, al extranjero, al de religión, raza o cultura diferentes. Es un elemento esencial de la convivencia humana frente a la intolerancia, la exclusión y la falta de diálogo.

– La profecía del sentido de la vida. El servicio del diálogo y la escucha gratuita, a los que muchos religiosos y religiosas dedican gran parte de su tiempo, es una ayuda para el descubrimiento de lo esencial, frente al vacío existente en la sociedad del bienestar.

– La profecía de la afirmación de los valores femeninos en la historia de la humanidad. Las religiosas tienen aquí el papel principal de aportar la visión femenina de la vida y abrir así nuevos horizontes a la tarea evangelizadora en general. Los religiosos hermanos contribuyen a ahondar esta línea profética con su apoyo fraterno y su valoración de la presencia femenina, de religiosas y laicas, en la evangelización.

– La profecía del cuidado y defensa de la vida, de la integridad de la creación. Hay religiosas y religiosos que arriesgan su vida en la denuncia de prácticas y políticas que atentan contra la vida humana y su hábitat. Otros dedican gran parte de su tiempo y energías a trabajos manuales de conservación de la naturaleza. Con su consagración, unos y otros señalan, de diversa forma, el sentido y valor espiritual de esta misión, de conservar nuestro mundo para las nuevas generaciones.

– La profecía del sabio uso de las nuevas tecnologías para ponerlas al servicio de la comunicación, para democratizar la información, para que se busque el beneficio de los más desafortunados, y para hacer de ellas un instrumento útil en la tarea evangelizadora.

En familia: un nuevo modo de ser Iglesia

  1. Los religiosos hermanos viven hoy frecuentemente su vocación integrados en familias carismáticas. Muchas de ellas vienen de antiguo, pero han sido profundamente renovadas, al tiempo que aparecen otras nuevas como fruto de la eclesiología de comunión impulsada por el Concilio Vaticano II. Ellas señalan una nueva manera de vivir y construir la Iglesia, un modo nuevo de compartir la misión y de poner en común los diversos dones que el Espíritu reparte entre los fieles. Representan «un nuevo capítulo, rico de esperanzas, en la historia de las relaciones entre las personas consagradas y el laicado»[91].

Los carismas fundacionales nacidos con las Órdenes y Congregaciones religiosas, se despliegan hoy como ríos que riegan la faz de la Iglesia y se extienden más allá de ella. A sus orillas llegan fieles de diversos estados y proyectos de vida, para beber en sus aguas y participar en la misión de la Iglesia desde la inspiración y el vigor, siempre renovado, de dichos carismas[92].

Laicos y laicas, religiosos, religiosas y sacerdotes se unen en una familia carismática para revivir juntos el carisma que ha dado origen a esta familia, para encarnar juntos el rostro evangélico que revela dicho carisma y servir juntos a la misma misión eclesial, que ya no es solo misión de un Instituto particular.

El religioso hermano encuentra en su familia carismática un entorno propicio para el desarrollo de su identidad. En dicho entorno los hermanos comparten la experiencia de la comunión y promueven la espiritualidad de la comunión, como verdadera sangre que da vida a los miembros de la familia y desde ella se extiende a toda la Iglesia[93]. En la familia carismática los religiosos hermanos se sitúan junto a los otros cristianos y en función de ellos. Con ellos son hermanos que construyen una fraternidad para la misión, animada por el carisma fundacional; para ellos son signos de esa misma fraternidad que están llamados a vivir en la vida consagrada.

El vino nuevo, en odres nuevos

  1. El vino nuevo necesita odres nuevos. Es responsabilidad de toda la Iglesia el favorecer que ese vino nuevo, no solo no se pierda, sino que pueda ganar en calidad.

– Los Institutos de Hermanos están urgidos a desarrollar nuevas estructuras y planes de formación inicial y permanente que ayuden a los nuevos candidatos y a los actuales miembros a redescubrir y valorar su identidad en el nuevo contexto eclesial y social.

– Los Institutos llamados «mixtos»[94] a los que se refiere la Exhortación Apostólica Vita consecrata, formados por religiosos presbíteros y hermanos, están invitados a seguir avanzando en su propósito de establecer entre todos sus miembros un orden de relaciones basado en la igual dignidad, sin más diferencias que las derivadas de la diversidad de sus ministerios. Con el fin de favorecer este progreso, esperamos se resuelva con determinación y en un lapso de tiempo oportuno la cuestión acerca de la jurisdicción de los hermanos en dichos institutos.

– La teología de la vida consagrada está llamada a desarrollar una reflexión en profundidad, especialmente por los propios Institutos de Hermanos, sobre la vida religiosa de estos. Dicha reflexión se inspirará en la eclesiología y espiritualidad de comunión, fundamento del estilo de vida religiosa que se ha desarrollado en la Iglesia en los últimos siglos bajo la forma de fraternidades de servicio.

– Los superiores y órganos de gobierno de los Institutos han de reforzar su atención para descubrir los indicios de vida nueva, para promoverla y acompañarla, y para detectar las manifestaciones del carisma fundacional en las nuevas relaciones características de la Iglesia-Comunión.

– Los pastores y la jerarquía de la Iglesia están invitados a favorecer el conocimiento y la valoración del religioso hermano en las Iglesias locales, lo que se traduce en promover esta vocación, especialmente en la pastoral juvenil, y en facilitar que los religiosos hermanos y las religiosas participen activamente en los órganos de consulta, decisión y actuación de la Iglesia local.

El hilo del relato: « ¡Permaneced en mi amor! »

  1. Concluimos esta reflexión sobre la identidad y misión del religioso hermano, recordando el encargo del Maestro: «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Los hermanos necesitan tenerlo bien presente mientras se entregan con ardor a ser hermanos hoy: «¡No perdamos el hilo del relato! ». Este hilo que va tejiendo su vida es la experiencia de sentirse enviados como signos de la ternura maternal de Dios y del amor fraterno de Cristo; es el hilo que da unidad a todas sus acciones y acontecimientos para constituirlos en historia de salvación. Cuando se pierde ese hilo, la vida se fragmenta en anécdotas que ya no remiten a Dios ni a su Reino sino que se convierten en autorreferentes.

En su afán por responder a las necesidades de la misión, los hermanos pueden ser acosados por la tentación del activismo, pues es mucho el pan que hay que preparar para los comensales. El activismo les vacía rápidamente de las motivaciones evangélicas y les impide contemplar la obra de Dios que se realiza en su acción apostólica. Dejándose llevar por él, terminan sustituyendo la búsqueda de Dios y su voluntad por la búsqueda de sí mismos.

Es provechosa la contemplación del icono que representa a Marta y María, visitadas por Jesús en su casa (Lc 10,38-42). Las dos hermanas viven en tensión recíproca. Se necesitan mutuamente, pero la convivencia no siempre es fácil. No cabe separarlas, si bien en cada momento puede predominar una u otra. Pero una de ellas está especialmente atenta al sentido y profundidad de la vida que le aporta la palabra de Jesús: María eligió «la mejor parte», mientras Marta «andaba afanosa en los muchos quehaceres».

El evangelista Lucas nos narra la escena de las dos hermanas, justamente a continuación de la del Buen Samaritano (Lc 10,30-37), el hombre que se hizo hermano de quien le necesitaba. Ambos iconos, pues, se complementan en el mensaje y recuerdan al religioso hermano la clave esencial de su identidad profética, la que le asegura la permanencia en el amor de Cristo: el hermano está llamado a ser un transmisor en la cadena de amor y alianza que viene del Padre por Jesús y que él ha experimentado en su persona. Mientras realiza esa función, y para no olvidarse de que es solo un instrumento movido por el Espíritu en la obra de Dios, habrá de recordar siempre la palabra de Jesús: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).

Vaticano, 4 de octubre de 2015.

Fiesta de San Francisco de Asís.

JoAo Braz, Card. de Aviz Prefecto

X José Rodríguez Carballo, ofm Arzobispo Secretario

[1] A lo largo del documento usaremos preferentemente el término propuesto en la Exhortación Apostólica Vita consecrata, n. 60: « el religioso hermano » o, simplemente, « el hermano ». Cuando sea posible utilizaremos el término correspondiente en plural, pues el hermano sólo lo es en medio de los hermanos, en el contexto de la fraternidad, nunca en solitario. Ser hermano implica siempre una relación, y es esta la que queremos subrayar.

[2] Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata (25 marzo 1996), 60.

[3] Esta última es la denominación propuesta por el Sínodo sobre la Vida Consagrada (octubre de 1994) y recogida en la Exhortación apostólica Vita consecrata, n. 60.

[4] Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1998), 19: «Es esta la idea central que, en el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha vuelto a proponer de sí misma. (…) La eclesiología de comunión es la idea central y fundamental de los documentos del Concilio».

[5] Cf. Christifideles laici, 8; 19; 32.

[6] Christifideles laici, 8; Vita consecrata, 41.

[7] Christifideles laici, 19.

[8] Cf. ibíd.,18; 19.

[9] Vita consecrata, 3.

[10] Conc. Ecum. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9.

[11] Vita consecrata, 72.

[12] Cf. Christifideles laici, 55; Vita consecrata, 31.

[13] Cf. Christifideles laici, 16.

[14] Cf. Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 59.

[15] Cf. Christifideles laici, 55.

[16] Cf. Vita consecrata, 30.

[17] Ibíd., 84.

[18] Ibíd., 41; 46.

[19] Lumen gentium, 13.

[20] Vita consecrata, 33; Cf. 39.

[21] Cf. Lumen gentium, 44.

[22] Cf. Vita consecrata, 84. Cf. ibíd, 15; 21; 25; 26; 27; 42; 51; 80; 92; 105.

[23] Ibíd, 39.

[24] Cf. ibíd, 84-94.

[25] Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 43.

[26] Cf. Vita consecrata, 46, 51; Novo millennio ineunte, 43.

[27] Cf. Vita consecrata, 33.

[28] Cf. ibíd, 16; 31.

[29] Vita consecrata, 55.

[30] Concilio Ecum. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 1.

[31] Ibíd, 3.

[32] Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las sociedades de Vida Apostólica, Instrucción Caminar desde Cristo (19 mayo 2002), 31.

[33] Cf. Christifideles laici, 24.

[34] Papa Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 99.

[35] Vita consecrata, 60.

[36] Ibíd., 60, citando el discurso de Juan Pablo II en la Audiencia general del 22 de febrero de 1995.

[37] Cf. Vita consecrata, 60; Novo millennio ineunte, 46.

[38] Cf. Vita consecrata, 75.

[39] Ibíd., 3.

[40] Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est (25 diciembre 2005), 1.

[41] Ibíd.

[42] Christifideles laici, 10.

[43] Ibíd., 28.

[44] Ibíd.

[45] Ibíd., 13.

[46] Vita consecrata, 30.

[47] Ibíd., 22.

[48] Cf. Christifideles laici, 22; cf. Lumen gentium, 10.

[49] Cf. Vita consecrata, 42.

[50] Lumen gentium, 46.

[51] Cf. Vita consecrata, 16.

[52] Cf. ibíd., 46; 51.

[53] Cf. ibíd, 92.

[54] Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las sociedades de Vida Apostólica, Instrucción El servicio de la autoridad y la obediencia (11 mayo 2008), 9.

[55] Cf. Vita consecrata, 15.

[56] Ibíd, 84.

[57] Cf. ibíd., 73.

[58] Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Instrucción La vida fraterna en comunidad (2 febrero 1994), 12.

[59] Christifideles laici, 32.

[60] Lumen gentium, 48.

[61] Cf. Vita consecrata, 60.

[62] CONC. ECUM. VAT. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 11.2 y 15.1.

[63] Cf. Vida fraterna en comunidad, 3.

[64] Vita consecrata, 46.

[65] Cf. Ibíd, 85.

[66] Cf. Papa Francisco, Mensaje para la celebración de la XLVII Jorna¬da Mundial de la Paz (1 enero 2014), 5.

[67] Vita consecrata, 92.

[68] Ibíd.

[69] Cf. Ibíd., 30; 35.

[70] Cf. Ibíd., 39; 93.

[71] Cf. Mt 10,1; Mc 3,14-15; 6,12-13.

[72] Evangelii nuntiandi, 31.

[73] Deus caritas est, 34.

[74] Vita consecrata, 60.

[75] Christifideles laici, 21.3.

[76] Evangelii nuntiandi, 14.

[77] Vita consecrata, 72.

[78] Evangelii gaudium, 273.

[79] Vita consecrata, 103.

[80] Ibíd., 93.

[81] Vida fraterna en comunidad, 20.

[82] Cf. Vita consecrata, 82; cf. Evangelii gaudium, 197-201.

[83] Cf. Evangelii gaudium, 48-49.

[84] Vita consecrata, 1.

[85] Evangelii gaudium, 195.

[86] Cf. Vita consecrata, 17.

[87] Cf. ibíd, 31.

[88] Ibíd.

[89] Ibíd., 69.

[90] Cf. ibíd., 85.

[91] Ibíd; 54.

[92] Cf. Caminar desde Cristo, 31.

[93] Cf. Vita consecrata, 51.

[94] Ibíd., 61.