Es necesario estar solo con Dios para hacer una comunidad. Es como un bosque que es bello si cada árbol es fuerte y tiene raíces poderosas, y estas raíces son solitarias (Madeleine Delbrêl). Permanecer en el amor de Jesús para no despreciar al hermano, saber siempre de su dignidad, respetarlo en su misterio, escuchar la voz del Padre que dice ‘este es mi hijo amado’. Agradecer los hermanos que tenemos, la comunidad a la que pertenecemos, para que la casa de Dios se mantenga desinfectada del espíritu de la amargura y penetrada del espíritu de la misericordia. Quejarse de la comunidad, es acusar a Dios que se empeña en destruir las quimeras que de ella nos fabricamos. Cuando preferimos nuestros sueños de fraternidad a la realidad comunitaria querida por Jesús, la destruimos, por más honestas que sean nuestras intenciones.
Solo la necesidad engendra la diversidad, solo la debilidad motiva las diferencias. Pues lo que hacen todos en común es distribuido a cada uno, atendiendo a la necesidad de cada cual (Elredo de Rieval). Suele ocurrir que la diversidad es causa de envidias, y no de alegría y edificación. Al ser distintos, cada cosa es de todos y todo de cada uno (Elredo de Rieval). Los diversos carismas, ensamblados con el vínculo del amor, constituyen la riqueza de la vida en común, del único y polifacético Cuerpo de Cristo, lugar de paz y misericordia, testimonio vivo de la presencia de Jesús. Si lo quisiera, el omnipotente podría llevar de golpe a la perfección a cualquiera, pero por una disposición de su bondad ha querido que cada uno tenga necesidad de los demás y en ellos encuentre lo que le falta: de este modo la humildad queda asegurada, la caridad aumentada y la unidad realizada (Elredo de Rieval).