CLIMA COMUNITARIO

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Esta semana he recibido tres correos que, desde lugares bien diferentes, los firman tres personas, tres historias, tres biografías del seguimiento de Jesús que utilizan una expresión común que me ha sorprendido. Dicen estar viviendo un «clima difícil en comunidad». Antes de responder cada correo, os comparto la reflexión que me suscitó.

Ignacio Echevarría, crítico literario, ha publicado recientemente un artículo titulado «verse mucho». Reivindica él el contacto físico, los gestos y las palabras; las sinergias y divergencias como elementos articuladores de la vitalidad que cualquier comunidad puede suscitar. Añade que quizá consecuencia de la pandemia, esta vinculación está truncada o sesgada… Y evidentemente he pensado en las comunidades religiosas y su fecundidad que, por oficio, ponemos en práctica eso de «verse mucho».

Creo que efectivamente estamos padeciendo un cambio climático notable, en tanto en cuanto ya ni es unívoco, ni esencial, el concepto de clima que consideramos óptimo para que exista comunidad. Hay tantos climas como habitantes; tantas percepciones del mismo como sensaciones; tantas medidas de salubridad o toxicidad como circunstancias personales. Y es que el clima comunitario es directamente proporcional al concepto de necesidad y alteridad de la persona de nuestro tiempo. A veces, sobre una misma realidad hay personas que no alcanzan a soñar nada mejor y personas que necesitan el auxilio de un respirador para poder sobrevivir. El problema, como en tantas cuestiones, es si somos capaces de encontrar una clave que sea, en verdad, indiscutible de qué es o qué no es clima comunitario.

Todavía hay entre nosotros quien piensa que esta es una cuestión solo personal. Y que es cada uno o cada una quien ha de extraer y conquistar aquel espacio que convierta la verdad de la comunidad en lo que es para él o ella. Tiene su parte de verdad, pero acierta quien ve en esto un ejercicio de voluntarismo y cerrazón para zanjar una cuestión que, afrontándola, nos llevaría a trazar «negro sobre blanco» que hay realidades comunitarias que no lo son; que estamos dejándonos llevar por una inercia de desgaste con la que preferimos no dialogar. La respuesta a la situación de la vida comunitaria y sus circunstancias no puede ser la inevitable resiliencia porque si así fuese estaríamos reconociendo que tanto esfuerzo no merece la pena.

La solución a esta situación no puede ser «verse mucho», sino mirarse con calidad. Cuando la vida comunitaria está deteriorada, invadida de legañas y hasta cataratas, ya no hay visión sino interpretación. No se sana con la frecuencia sino con la terapia o cirugía; no llega a ser fecunda por la insistencia, sino por la conversión. El salto hacia una nueva visión de la comunidad es cierto –indudable– que necesita el compromiso personal, pero este aparece, se suscita y despierta, cuando se hacen visibles y posibles compromisos institucionales de fecundidad. Cuando hay liderazgo capaz de pronunciar qué comunidad queremos y para qué.

No son pocos los consagrados felices con su vocación. No son menos los que, sin embargo, sueñan con otros espacios comunitarios. Normalmente no identifican su mala situación con rostros concretos o pecados bien descritos. Es un sistema, una inercia, un «estilo sin estilo», una carencia de hogar en los corazones aunque, paradójicamente, la vocación consagrada consista en «ser hogar». Son comunidades pobladas de desdichas y rencillas; «sociedades limitadas» donde solo en lo formal – liturgias, asambleas, etc.– aparece una pose artificial de proyecto común. Son vidas superpuestas…

Es un clima que grita por la imposibilidad de percibir en él el calor evangélico. Se manifiesta en corazones estériles y/o invasivos en la relación; en los juicios sin misericordia, en la inercia de los días y las horas; en la acogida medida solo para algunos; en los silencios sumados y acumulados; en las ausencias sin información ni comunión y, por supuesto, en el desinterés.

Abruptamente hemos descubierto que hoy ni salva, ni acerca el hecho de recitar salmos juntos o respetar una fecha programada en la agenda. Tenemos agendas y biografías dispuestas a pasar por lo que sea siempre que aquello que nos importa ni se mueva, ni se toque. Y ahí está el quid: la comunidad, tal y como está y como es no siempre tiene autoridad moral para contagiar mejoría, o levantar a las personas. No tiene tirón, ni capacidad para la exigencia; no es escuela de testimonio o exageración de Gracia. La comunidad ha perdido oxígeno. Mucho. No es del todo irrespirable porque, desgraciadamente, va habiendo inmunidad de rebaño. Es un clima que atonta o duerme… A veces tanto, que encarrila hacia una muerte segura.

Estoy seguro que hay personas conscientes de estas circunstancias difíciles del clima de la comunidad. ¿Por qué no nos lo decimos? ¿Por qué no salimos del sueño? De nuevo, la respuesta es tan plural como las personas que en ella estamos. El denominador común suele ser el miedo: A perder lo que tenemos, a arriesgarnos a una soledad para la que no estamos preparados; a enfrentarnos a una impopularidad que duele… o sencillamente, a un acomodamiento, un dejar que el tiempo pase, las cosas sucedan y salir, a ser posible, indemne.

Con todo, para mi, el efecto más nocivo del mal clima es cuando no eres consciente de él. Cuando llegas a pensar que tiene que ser así, cuando te resignas e incluso te dices que ha sido «un mal pensamiento»… Lo dejas pasar, sigues rezando y llegas a integrar que todo forma parte del guion, de la vocación y el deber ser. Sin embargo, todo lo que no sea lucha por ventilar, cambiar el clima, posibilitar, cuidar y celebrar el encuentro es, paulatinamente, una derrota que cuestiona el presente y denuncia que no es tan claro ni posible un mañana. Necesitamos hombres y mujeres dispuestos a ser nuevos en comunidad. Convencidos de respirar y dejar respirar. Que sean atrevidos apóstoles del clima… del clima comunitario sano.