Ceñirse y otras rarezas

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El primer síntoma de que algo empezaba a moverse en la vida consagrada de antes del Concilio, fue que allá por los años 60 del siglo pasado, llegó de Roma la recomendación de que las novicias hiciéramos ejercicio. El permiso provocó conmoción y nos lanzamos eufóricas a la cancha de baloncesto, pertrechadas de nuestro atuendo deportivo que consistía en remangarnos hasta la cintura la falda del hábito (debajo llevábamos una saya negra) y sujetarla con un imperdible XL, método que ya usábamos para las limpiezas. Cuando tocaba la campana de final de partido, las faldas retornaban a su posición, el imperdible al bolsillo y a otra cosa mariposa. Mariposas sofocadas en este caso, porque volvíamos al trabajo o a la capilla tal como estábamos, solo lavándonos la cara (¿quién dijo ducha?) con mucho cuidado para que no se reblandeciera la toca almidonada que llevábamos a modo de capota.

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