Seguir a Jesús en la vida consagrada – ¡en toda forma de vida cristiana! – es ir jalonando nuestra vida de belleza. El final del camino nada tiene que ver con el deterioro. Aunque la morada terrestre se vaya deshaciendo, el hombre interior se hace cada vez más bello.
Algo se muere en el alma…
Envejecer en la vida consagrada -en la vida cristiana- es “fermentar”, es convertirse en “vino bueno” de solera, es el momento de las “divinas Pasividades”, la etapa mística en la que el Espíritu puede ya imprimir su diseño, introducir sus detalles, culminar su obra. Envejecer es hacer bodas –alianza- de plata, de oro y de diamante… No es el simplemente reconocimiento de una vida, sino la contemplación de la belleza con muchos quilates, que está cada vez más oculta -como la misma belleza de Dios-, pero se irradia en hombres y mujeres de luz, como su revelación. La vida consagrada es bella, sobre todo, en el tiempo cuasi-litúrgico de las “pasividades divinas”… cuando ya quedaron atrás las “actividades divinas”. Necesitamos mirar “desde otro nivel” para contemplarlo. Y es entonces, cuando “algo se muere en el alma…. cuando un anciano se va”.
La belleza está al final… después de una ardua y fascinante elaboración artística. La belleza no está en plenitud en la joven pareja que celebra su matrimonio, ni en los jóvenes que hacen su primera profesión. La belleza está al final. El camino hacia la belleza es bello cuando lleva a ella y no cuando se detiene o se desvía.
La penúltima Cena: ¿derroche, despilfarro? ¡Belleza!
Cuando Jesús se despidió de nosotros en la penúltima Cena, dejó todo el protagonismo a dos de sus amigas, Marta y María. Y le recriminó a Judas su intromisión. Ellas quisieron embellecer aquella penúltima Cena. María se atrevió a ungir a Jesús –casi como si fuera una sacerdotisa-. Judas se quejó del derecho o despilfarro, supuestamente a favor de los pobres. «¡Déjala!», dijo Jesús con energía. Y María preparó, embelleció el cuerpo de Jesús para el último tramo de su vida.
«Ésta es la respuesta siempre válida a la pregunta que tantos, aun de buena fe, se plantean sobre la actualidad de la vida consagrada» (VC, 104).
La vida consagrada tiene sentido más allá de su utilidad práctica.
«De esta vida derramada sin escatimar nada se difunde el aroma que llena toda la casa, la casa de Dios, la Iglesia» (VC, 104).
La vida consagrada surge de una experiencia carismática de seducción por la belleza y bondad del Señor y por una peculiar sensibilidad ante los valores religiosos que polariza la existencia y la hace peculiarmente transparente a esos valores[1].
De este modo, la vida consagrada es un canto existencial a la belleza de Dios, de Jesús, del Espíritu, una memoria viviente de los valores religiosos y evangélicos dentro de lo efímero y relativo de este mundo[2].
La belleza de la Misericordia nos transformará
En su libro “Impenitente” Francis Spufford relata que su vida se encontraba en:“un bucle imposible de llanto, post llanto… Su intimidad se había vuelto tóxica. Se empeoraban cada vez más las cosas… Me fui a un café. La persona que atendía el local puso un cassette: el Concierto para Clarinete de Mozart, el movimiento intermedio, el adagio.
El novelista Richard Powers escribió que este Concierto suena como sonaría la misericordia. ¡Esa fue exactamente la vivencia que yo tuve! Misericordia… recibir un poco de bondad en lugar de las consecuencias razonable de lo que hacemos. Me encontré con la Misericordia de Dios. ¿Es eso religión: escuchar a Mozart en un café?
Os invito a re-escuchar una música que ya conocéis seguramente…. Y aquí concluyo mi reflexión.
[1] «A quien se le concede el don inestimable de seguir más de cerca al Señor Jesús, resulta obvio que Él puede y debe ser amado con corazón indiviso, que se puede entregar a Él toda la vida, y no sólo algunos gestos, momentos o ciertas actividades» (VC, 104). De este modo, justifica la exhortación el valor de la vida consagrada. Es cuestionable, no obstante, que la única forma de seguimiento «más de cerca» y de entrega de toda la vida con corazón indiviso sólo se produzca en la vida consagrada. Todo bautizado está llamado a la entrega total y al seguimiento de Jesús hasta el final. El valor de la vida consagrada está, como resalta la exhortación en tantos lugares, en su valor carismático.
[2] En el entusiasmo de la exhortación se llega a expresiones un tanto exageradas y teológicamente unilaterales y ambiguas: «Se necesitan personas que presenten el rostro paterno de Dios y el rostro materno de la Iglesia, que se jueguen la vida para que los otros tengan vida y esperanza» (VC, 105). Expresiones como éstas pueden dar a entender que la vida consagrada masculina revela el rostro paterno de Dios, a Dios, y la vida consagrada femenina el rostro materno de la Iglesia, es decir, lo humano, lo eclesial. Y de nuevo estaríamos ante las comparaciones inadecuadas y «machistas». ¿No corresponderá, sobre todo, a los esposos cristianos -padre y madre- reflejar ese rostro paterno-materno de Dios?