“Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”: la Palabra eterna de Dios, que se había hecho carne y venido al mundo a proclamar el evangelio, la Palabra que había venido a ser Evangelio para la creación entera, ahora, cuando sube al cielo para sentarse a la derecha de Dios, envía a los suyos a proclamar el Evangelio a toda la creación.
No parece que la misión de los discípulos de Jesús sea salvarse a sí mismos, sino que son enviados para salvar. Todo indica que, si tenemos fe en Cristo Jesús, hemos de vivir para “la creación entera” más que para nosotros mismos; todo nos recuerda que hemos de estar en el mundo, pero que ya no somos del mundo.
¿De qué le sirve al mundo la Iglesia si se identifica con él? ¿De qué le sirve una Iglesia si es partidista –si se inclina por un partido, por una ideología; si es de unos contra otros-? ¿De quién sería cuerpo, presencia, sacramento, una Iglesia si no sangra por las heridas de las víctimas de la crueldad, del odio, de la venganza, de la pobreza –una Iglesia que no sangra por las heridas del Crucificado-?
Preguntamos de qué le sirve al mundo, pero tal vez hayamos de preguntarnos más bien de qué le sirve a Cristo Jesús una Iglesia que sea “del mundo”.
Esto es lo que hoy nos pide Pablo, “el prisionero por el Señor”: “Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados”.
Nuestra vocación es la de bajar con Cristo “a lo profundo de la tierra”, hasta lo hondo de la condición humana; bajar con Cristo para que haya menos ruinas, menos terror, menos arrojados al mar, menos hambrientos, menos heridos, menos muertos. Nuestro camino es bajar con Cristo para que en el mundo se dé una oportunidad a la esperanza, a la paz, a la alegría, al evangelio. Nuestra misión es hacer posible que las víctimas salgan del abismo al que han sido arrojadas por las razones del mundo, por la sabiduría del mundo, por la fuerza del mundo.
Cristo Jesús, el Señor que se hizo Evangelio para nosotros, “ha constituido a unos, apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelizadores, a otros, pastores y maestros… para la edificación del cuerpo de Cristo… hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe”.
Nuestra vocación es edificar: el cuerpo de Cristo, la humanidad nueva, el reino de Dios
Destruir, no es propio de discípulos de Cristo Jesús; tampoco lo es justificar la destrucción –ninguna destrucción: ni la que vemos en Gaza, ni la que se consuma en las pateras, ni la que se oculta en los espacios inmensos del hambre-; tampoco lo es simpatizar con quienes provocan destrucción o hacernos cómplices morales de quienes destruyen.
No es propio del cuerpo de Cristo repartir títulos –“terrorista”, “mafioso”, “ilegal”, “irregular”-: Eso lo hacen las instituciones de este mundo, y lo hacen según sus intereses, según sus expectativas, según sus criterios de discernimiento. Pero no puede hacerlo la Iglesia –no pueden hacerlo los medios de comunicación de la Iglesia-: no podemos hacerlo los que hemos sido enviados por el Señor a “todos los pueblos”, con la esperanza de que todos lleguen a ser pueblo de Dios, de que todos “suban a lo alto con Cristo Jesús”.
Puede que nada signifiquemos para el mundo en que vivimos, simplemente porque hemos dejado de “ir a él”, y nos hemos identificado con él.