Habré leído muchas veces este pasaje y no soy consciente de haberme dado cuenta de la fuerza de esta imagen: la esperanza es un ancla que agarra nuestra alma en Dios mismo. ¡Qué curioso! Justo allí, tras la cortina del Sancta Sanctorum, donde sólo el Sumo Sacerdote podía entrar; justo allí tenemos un ancla que enraíza nuestra alma, lo que somos más profunda y genuinamente cada uno. Nuestra esperanza.
Y como me gusta conocer el significado de las palabras en la RAE y jugar con ellas, he ido a buscar qué dice de la palabra “ancla”:
- f. Instrumento de hierro formado por una barra de la que salen unos ganchos, que, unido a una cadena, se lanza al fondo del agua para sujetar la embarcación. U. t. en sent. fig.
- f. Arq. Pieza de metal duro que se pone en el extremo de un tirante para asegurar la función de este, y en general cualquier elemento que una o refuerce las partes de una construcción.
La esperanza nos sujeta como barra de hierro. Solo necesitas arrojarla al mar, a la vida… Si la guardas en ti, seguirá intacta y pulida pero no te sujetará a nada mas que a ti mismo. Y será ahí, en el fondo del mar, de la vida, donde no ves ni haces pie ni sabes qué ocurre… donde te sujetará a Dios. No a otra cosa ni a otras seguridades. A Dios.
La esperanza asegura que cumplamos la función que nos es propia. Que seamos quien somos, quien estamos llamados a ser. Por eso nunca divide, sino que refuerza, une extremos, incluso lo humano y lo divino, nos une a Dios.
No hacen falta ritos ni Sumos Sacerdotes, ni sacrificios ni holocaustos. Solo la esperanza prometida.
Y lo que no te una, sujete, refuerce o no te facilite ser más tú mismo… no es de Dios. No es esperanza de la buena, la de Dios.