Amenazados por la salvación

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El único sentido “religioso” que el diccionario da a la palabra “salvación”, es el de “consecución de la gloria y bienaventuranza eternas”. Y, si nos fijamos en los significados de “salvar” o “salvarse”, el resultado es el mismo: “dar Dios a una persona la gloria eterna”, o “alcanzar la gloria eterna, ir al cielo”.

En el mundo al que hemos sido enviados, ese mensaje de “salvación” está fuera de lugar, carece de significado: no hay “gloria y bienaventuranza” que, por muy eternas que se presenten, puedan competir con las realidades temporales –Dios no tiene ese no sé qué que sobreabunda en un balón de fútbol; la salvación que cuenta y por la que vale la pena salir a la calle, es la salvación de la categoría en que juega nuestro equipo-.

Pero hay algo aún más sorprendente, y es que la palabra “salvación” da miedo, sobresalta, alarma, evoca en la conciencia una amenaza, un peligro, un riesgo, un inconveniente, una dificultad… Nos sentimos amenazados por la salvación.

De esa indiferencia-animadversión ante la salvación no parece que se hayan enterado los libros litúrgicos de la comunidad eclesial, y temo que las ignoren también la catequesis y la predicación. Pero las conoce de cerca y de siempre el Espíritu del Señor. De ahí su obstinación en hacernos ver que “salvar” es llevar el mundo a la plenitud, llevar la creación entera a la libertad de los hijos de Dios, llevar la humanidad a la unidad.

Escucha el grito de los que han recibido el Espíritu de Jesús –el grito de los que han sido salvados-: “¡Es Pentecostés! ¡Cayó Babel!”, cayó la división, la confusión, el no entendimiento, el enfrentamiento, que eran propios de su mundo… “¡Es Pentecostés! ¡Cayó Babel!”: las muchas lenguas ya no son un impedimento para que todos, cada uno en su lengua, oigan hablar de las maravillas de Dios… “¡Es Pentecostés! ¡Cayó Babel!”, y en el mundo se han manifestado los frutos del Espíritu: “amor, alegría, paz, comprensión, agrado, bondad, lealtad, amabilidad”.

Puede que muchos no conozcan ya el mito de Babel: “Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance al cielo, para hacernos famosos y para no dispersarnos por la superficie de la tierra”; pero todos tenemos delante de los ojos la realidad de Ucrania, de Gaza, de Sudán, del Sahel, una realidad de muertos innumerables, porque siempre hay alguien con pretensiones de alcanzar el cielo y hacerse famoso. Aunque la política y la información lo encubran, todos conocemos ese mundo de dolor y de muerte sobre el que los dioses del poder elevan su torre de grandeza: el mundo de las fronteras impermeables, el del hambre sin límites, el de los explotados y el de los excluidos incluso de la explotación.

Puede que muchos ya no conozcan tampoco el misterio de Pentecostés, pero ese misterio nos recuerda que otro mundo es posible, no ya más allá de la vida, no ya más allá de la muerte, sino aquí, ahora, entre nosotros. Es el mundo del Espíritu de Jesús: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”.

No es ése un mundo de poder y de fama, sino de servicio y de amor: Es el mundo de Jesús; es el mundo del Evangelio; es el sueño de Dios; es la tarea de la Iglesia, es el comienza de la humanidad nueva, una humanidad en camino hacia la unidad, una humanidad en camino hacia Dios.

Ésa es humanidad “salvada”. Ésa es humanidad portadora de salvación. Sólo somos una amenaza para Babel. ¡Ven, Espíritu Santo!