Jesús, en el evangelio de hoy, ante la pregunta de los escribas y fariseos les habla un poco de esto: Primero amar a Dios, después viene la ley, los profetas… y amar a Dios con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra alma y con todo nuestro corazón. Es decir, estar unificados como personas, tener un vértice, un centro que no nos deje ir a otro sitio que no sea amar. Descubrir el amor de Dios es gratuito, acogerlo es un ejercicio de generosidad y multiplicarlo es, en sí, amar. Ante la experiencia del amor las leyes se quedan pequeñas, los ritos dicen poco y los «cumplimientos» pueden ser cumplir y mentir. San Agustín lo entendió muy bien “Ama y haz lo que quieras”, la Primera Carta de Juan también lo expresa: “Quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso”.
El papa Francisco nos llama a una nueva fraternidad, a renovar esta categoría por la cual la humanidad entera se siente un conjunto de hermanos, un solo cuerpo. Por eso necesitamos responsabilizarnos de nuestros hermanos, despertar a la fraternidad universal, percibir que el que sufre, emigra, mendiga, muere de frío es hermano mío y, por tanto, no puedo ser indiferente. Evangelizar no es otra cosa que humanizar. Y Jesús humaniza a Dios y lo hace accesible al hombre. La propuesta del Nuevo Testamento, de Jesús, no es otra que crear y generar relaciones de una profunda humanidad poniendo en valor siempre la dignidad del ser humano, de todo ser humano.
Se trata de inaugurar cada día un amor que viene de Dios y llega a los hermanos. Luego, vendrán las leyes y los cumplimientos, pero después.