Una de las cuestiones que más inquietud nos causa es el mañana. Cuando se absolutiza no nos deja disfrutar el presente. Por eso hay personas que viven para el cálculo. Lo que hacen y proponen tiene un claro matiz de búsqueda de rendimiento ante un mañana incierto.
Me preocupa esa visión del mañana que roba esperanza al presente y le impide ser fecundo y feliz. Hay personas, comunidades, familias y grupos humanos –en la Iglesia y fuera de ella– que «no tienen tiempo» de vivir el presente por estar afanados en asegurarse un mañana. Y, evidentemente, no es el mañana de la eternidad, es el mañana del propio esfuerzo, del cálculo o la estrategia.
Estas personas que no viven el presente por el peso del mañana, están necrosadas para la convivencia, la relación y, por supuesto, el amor. Todo está calculado, medido, organizado y precisado. Todo, en teoría, en función de la vida, pero sin vida.
Acompañando procesos de reorganización y asesoramiento en liderazgo de instituciones me encuentro con no pocos (y pocas) apasionados por el mañana. La pretensión de cualquier itinerario es garantizar que «mañana se logre…». Sin caer en la cuenta que en el hoy se están perdiendo –y ganando– batallas que, al no reparar en ellas, evidencian que no habrá mañana.
Efectivamente todos tenemos la responsabilidad de construir un mañana diferente. Tenemos el mandato de lograr que la solidaridad se abra camino venciendo el egoísmo y el amor traiga la paz… Pero estos valores se construyen hoy, se tejen hoy, y se celebran hoy en un presente próximo, casi íntimo, que despierte el entendimiento de nuestras vidas para buscar lo que merece la pena. Solo lo que merece la pena.
Es indudable que las cosas están cambiando. Lo que en otro tiempo nos pareció fundamental, seguramente hoy no lo es tanto. Algunas cuestiones que antes fueron optativas hoy se manifiestan obligatorias. Estamos abocados a una lectura serena de la realidad para descifrar, en ella, esa visión del Espíritu que hace nuevas todas las cosas. Es indudable que esa visión nos habla del valor de la vida, del encuentro, de las relaciones gratuitas y verdaderas, del valor del instante. Nos habla el Espíritu del presente que es el lugar de la renovación y la novedad. Y así, quienes gustan hablar y soñar con un mañana diferente, descubren que éste es posible cuando se empieza a vivir hoy.
Estamos en un proceso sinodal abierto y fecundo. Algunos pueden esperar grandes declaraciones, titulares rompedores… Me temo que esas lecturas no provienen de quienes cuidan el presente. Quienes viven el presente con pasión ya están cambiando, se relacionan de otra manera, saben perdonar, tienen el corazón abierto a todos
–también a quienes no piensan como ellos–, no buscan cargos ni privilegios. No se afanan en estrategias. Quienes tienen vida en el presente a penas tienen tiempo de procesar evangélicamente todo lo que les llega. No les pasan inadvertidas las grandes batallas de nuestro mundo, ni las pequeñas de la «puerta de al lado»; no duermen tranquilos porque saben que no todas las palabras que han dicho en el día son de paz, ni de acogida o misericordia. Se preguntan cada instante «qué más se puede hacer» y al final, tras caer rendidos, descansan confiados en Quien todo lo sabe y todo lo puede.
Definitivamente, aquellos hombres y mujeres que cuidan el presente, son quienes de manera más clara están creando porvenir, porque están comprometidos con la vida.
A veces, amar el presente, es tan poca cosa como responder a un disgusto con una sonrisa; llenar de palabras un silencio sin sentido; compartir el pan; escuchar un desahogo o secar unas lágrimas. Casi siempre, amar el presente, es el primer paso para reconocerte una persona feliz y ofrecer, a quien se acerque, felicidad.