Lo dijo él: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Y era un modo decir que nos fijásemos en él para imitar su modo de hacer.
Extraño Dios éste que, habitando un cielo inaccesible, se ha hecho de casa entre las tiendas donde habita su pueblo, camina con los suyos, los protege de la calura del día, ilumina las sombras de la noche, prepara pan para la mesa, y les revela, con una ley santa, los secretos de su santidad: Es un Dios que no odia, y porque no odia, reprende. Es un Dios que ama, y porque ama, no se venga. Es compasivo y misericordioso. Es un padre que siente ternura por sus hijos.
Compasión, misericordia, ternura, amor: ¿Hasta dónde llega este Dios extraño en su locura?, ¿hasta dónde llega en su afán de ser tuyo?
Te lo dirá el que es la medida sin medida de esa locura de amor: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.
Habiendo conocido a ese Unigénito entregado, has conocido a Dios en su desvalimiento.
Tu Dios no hace frente al que lo agravia: Es un Dios abofeteado y silencioso, un Dios desnudo y crucificado, un Dios que, en su desvalimiento todopoderoso, abraza a los que lo crucifican.
Tú lo has conocido así, hecho amor desvalido y vulnerable. Y aquel antiguo “sed santos, porque yo soy santo”, se te ha transformado en un mandato nuevo, escrito a fuego en las tablas de tu corazón: “amad como yo os amo”.
No temas, Iglesia de Cristo, el desvalimiento del amor, la vulnerabilidad del que ama: no temas la comunión con tu Señor.
P. S.:
La noticia reza así: «Nueve emigrantes desaparecidos en un naufragio de una patera en el Estrecho».
No celebréis la eucaristía, hermanos, y entregad los domingos al olvido; que a Dios se ofrece su Hijo cada día, como inmigrante desaparecido.
Si los cristianos no logramos abrir las fronteras, ¿de qué nos sirve abrir las iglesias?