Alborozo en las raíces. Semana de la O (17-23 diciembre)

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Los últimos pasos del camino del Adviento son un despliegue de belleza sencilla y entrañable. Durante la semana precedente a la Natividad del Señor, la Iglesia nos invita a ir a los orígenes de nuestra fe, y alborozarnos en las raíces que dan firmeza a nuestra vida: la venida del ENMANUEL, Dios con nosotros.

En esta gozosa semana, las antífonas gregorianas del Magnificat ponen al centro de la historia a Cristo, y nos hacen volver nuestros ojos –y todo nuestro ser– hacia el misterio que celebramos y que nos desborda: la SED DE DIOS por nosotros. Dios tiene sed de comunión con nosotros, con todos los hombres, y baja hasta ti, hasta tu vida para compartirla contigo. Dios quiere habitar tu tierra, no es un recuerdo de algo que ocurrió, es un misterio que actualizamos hoy.

Se inician estos últimos días de Adviento con un asombro inmenso que dura siete días, y que expresamos con el Oh Sapientia, Oh Adonai, Oh Radix, Oh Clavis, Oh Oriens, Oh Rex, Oh Enmanuel. Es el momento propicio para crecer en el deseo de Dios que nos habita, introduciendo en la sinfonía de la vida al deseado de las naciones, al pacificador, que los profetas llamaron Sabiduría, Señor, Raíz, Llave, Oriente, Rey y Dios con nosotros. El deseo es ya oración, y este deseo de Dios y de su paz se convierte en el hilo de oro de este último trecho de la espera del Señor.

Toda la liturgia esta semana nos ayuda a despertar la alegría en nuestros corazones, y a dejarnos consolar por Dios. El consuelo es una relación; es, etimológicamente, un “estar con el que está solo”, es una compañía. Toda la humanidad camina en el desconsuelo de la orfandad, sin la paternidad de Dios ¿Cómo podremos consolar al pueblo de Dios? El consuelo de la humanidad llega por transmisión, la transmisión de una experiencia de consuelo que se nos da, y se nos pide vivir primero, para que podamos darla a todos. La oración de los monjes y monjas contemplativas, especialmente las vigilias nocturnas, es como el levantarse de la cama de una madre que oye a su niño llorar en la noche y va a consolarlo. Quizás sea sobre todo esto lo que estamos llamados a recuperar. Ante las lágrimas del mundo, ante cualquier dolor ofrezcamos una compañía real, una amistad real, pero que conlleve el aliento de la fe que sabe que sólo Jesús puede alcanzar a los corazones rotos y consolarlos. Para eso hacemos juntos el camino del Adviento, para apoyarnos y alentarnos unos a otros.

María se dejó alcanzar por el consuelo de Dios, cuando le dice Gabriel: ¡Alégrate llena de gracia el Señor está contigo! Y ella nos legó el secreto de su alegría.

El Adviento de María, su espera del Señor, dejó espacio a la alegría, y salió de sí misma hacia quien la necesitaba, su prima Isabel. María, después de la anunciación, podía haberse concentrado en sí misma, en las preocupaciones y temores debidos a su nueva condición, pero ella confió plenamente en Dios. Pensaba más bien en Isabel. Aunque el impactante anuncio del ángel haya provocado un “terremoto” en sus planes, no se dejó paralizar. Se levantó y se puso en marcha, porque estaba segura de que los planes de Dios eran el mejor proyecto posible para su vida. María nos invita a dejarnos llevar por Él para cruzar el umbral de todas nuestras puertas cerradas.

Dice el Evangelio que “con prontitud” va al encuentro de Isabel (Lc 1, 39). ¿Qué “prisas” nos mueven a nosotros? La prisa de la joven de Nazaret es la prisa buena de los que saben poner las necesidades de los demás por encima de las suyas. La prisa buena siempre nos empuja hacia arriba y hacia los demás. Las prisas buenas nacen del regocijo que irradia servicio y entrega. Las prisas malas sólo nos conducen a vivir en la epidermis de la fe y de la vida, guardando sólo las apariencias.

Para vivir nuestro Adviento, María nos invita a despertar en nosotros esta alegría, más allá de todo lo que pueda apagarla, dejar todo en manos de Dios, salir de nuestras desesperanzas, e ir al encuentro de los otros despertando en los demás lo mejor de cada persona. María despertó el gozo en Isabel, y también en Juan antes de nacer, dice el Evangelio que la criatura saltó de alegría en el seno de Isabel. Ella viene -en este encuentro con Isabel- a enseñarnos el secreto de su alegría, y de su Adviento, que es este: “Ha mirado la pequeñez de su esclava” No reduce todo a la medida de sus problemas, sino que se fija en la grandeza de Dios que está en medio de todas sus dificultades -que no eran pocas-, y descubre que Dios ha mirado su pequeñez.

Sin este encuentro con la mirada de Dios no hay consuelo, porque sin Él el corazón permanece solo, desprovisto de sentido y de amor. Por eso es importante que, en este tiempo de la historia, tan confuso y lleno de angustia, vivamos el Adviento y la Navidad escuchando, también para el bien de toda la humanidad, la invitación que el mismo Jesús nos dirige para acoger su venida con certeza de fe: “¡Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación!” (Lc 21,28)

La liberación de toda prepotencia como camino de vida, porque Dios se ha despojado de su rango y ha tomado la condición de un niño pequeño. Sólo la pequeñez es camino hacia Dios. Pero este sendero es estrecho. Necesitamos LA FUERZA DE LA GRACIA, que se nos da en la liturgia, para acoger la pequeñez y la fragilidad como lugar de encuentro con Dios.

Mientras preparamos el Belén contemplemos la escena de forma orante y transformadora. ¿Sabemos acoger este camino de Dios? Es el desafío de Navidad: Dios se abaja y nosotros queremos subir al pedestal. El Altísimo indica la humildad y nosotros pretendemos brillar. Dios va en busca de los pastores, de los invisibles; nosotros buscamos visibilidad, hacernos notar. Jesús nace para servir y nosotros pasamos los años persiguiendo el éxito. Dios no busca fuerza y poder, pide ternura y pequeñez interior y nosotros caminamos a empujones.

Oremos de verdad, pidamos la gracia de la pequeñez: “Señor, enséñanos a amar la pequeñez. Ayúdanos a comprender que es el camino para la verdadera grandeza”. Pero, ¿qué quiere decir, concretamente, acoger la pequeñez? En primer lugar, quiere decir creer que Dios quiere venir en las pequeñas cosas de nuestra vida, quiere habitar las realidades cotidianas, los gestos sencillos que realizamos en casa, en la familia, en la escuela, en el trabajo. Si Él está ahí con nosotros, ¿qué nos falta? Dejemos atrás los lamentos por la grandeza que no tenemos. Renunciemos a las quejas y a las caras largas, a la ambición que deja insatisfechos.

Pero Jesús no quiere venir sólo a las cosas pequeñas de nuestra vida, sino también a nuestra pequeñez: cuando nos sentimos débiles, frágiles, incapaces, incluso fracasados. Si, como en Belén, la oscuridad de la noche te rodea, si adviertes a tu alrededor una fría indiferencia, si las heridas que llevas dentro te gritan: “Cuentas poco, no vales nada, nunca serás aceptado como anhelas”, Dios responde y te dice: “Te amo tal como eres. Tu pequeñez no me asusta, tus fragilidades no me inquietan. Me hice pequeño por ti. No me tengas miedo, vuelve a encontrar tu grandeza en mí. Estoy aquí para ti y sólo te pido que confíes en mí y me abras el corazón”.

Miremos otra vez más el nacimiento y observemos que Jesús al nacer está rodeado precisamente de los pequeños, de los pobres, de los pastores. Eran los más humildes y fueron los que estuvieron más cerca del Señor. Lo encontraron porque “pasaban la noche en el campo cuidando sus rebaños y vigilando por turnos” (Lc 2,8). Estaban allí para trabajar, su vida no tenía horarios, sino que dependía de los rebaños, se regían en base a las exigencias de las ovejas que cuidaban. Y Jesús nace allí, cerca de ellos.

Contemplemos una vez más el pesebre, dirigiendo la mirada hacia donde se divisan los magos, que peregrinan para adorar al Señor. Miremos y comprendamos que en torno a Jesús todo vuelve a la unidad: no están sólo los últimos, los pastores, sino también los eruditos y los ricos, los magos. En Belén están juntos pobres y ricos; los que adoran, como los magos, y los que trabajan, como los pastores. Todo se recompone cuando en el centro está Jesús; no nuestras ideas sobre Jesús, sino Él, el Viviente. Entonces volvamos a Belén, volvamos a los orígenes: a lo esencial de la fe, al primer amor, a la adoración y a la caridad. Contemplemos a los magos que peregrinan vayamos a Belén, donde el Señor está al centro y es adorado; donde los pastores y los magos están juntos en una fraternidad más fuerte que cualquier clasificación. Volvamos a Belén. ¡Feliz Semana de la O! ¡Feliz Navidad!