En las vigilias nocturnas de hoy, solemnidad de San Bernardo en las familias cistercienses, se nos ha proclamado que en las manos de Dios estamos nosotros y nuestras palabras, y toda la prudencia y destreza de nuestras obras (cf. Sab 7). Y es esta la gran lección que me está gritando esta “larga temporada” de pandemia y sucesos dolorosos que me conmueven el corazón. Este “hacer de Dios” en nosotros nos va transformando, hasta que seamos de verdad amigos de Dios y de los hombres, pasando por este mundo haciendo el bien a todos sin desfallecer.
En mi experiencia monástica, he ido descubriendo que la lectura orante de la Biblia es una de las herramientas con que Dios trabaja cada día en nuestro duro corazón. Os propuse -a comienzos de este mes- ir viendo el hilo de la oración monástica por excelencia, la lectio divina, como un trabajo diario a realizar, tan importante como todos los demás servicios que realizamos, y valorar la gran ayuda que tenemos todos con ella, en estos momentos recios que vivimos.
Nos detuvimos a ver el momento de preparación, previo a la lectura del texto bíblico, que llamamos 1. STATIO. Ahora veremos un paso más en este ejercicio de lectura orante.
- LECTIO
El segundo paso que damos, en el ejercicio diario de la lectio divina, es la lectura del texto bíblico propiamente dicho, captando el sentido de cada palabra. Es una lectura atenta a los paralelos del texto en otros libros bíblicos que nos pueden arrojar luz. Dios nos habla en el texto, leemos escuchándole.
Nudos de sentido
Es una lectura repetitiva y laboriosa, que intenta encontrar la vida del texto prestando atención a las palabras claves o palabras gancho del relato bíblico, que nos dan los nudos de sentido. Esto es primordial para mí, no es jugar a descubrir “palabritas”, es un pasar de las palabras claves a ver dónde se anudan los hilos más profundos del texto, que nos orientan y ayudan a descifrar el mensaje que el autor ha querido transmitir. Lo importante es el mensaje que se dice para mí en este momento.
Lienzos de la existencia
La Biblia es una colección de largos lienzos de la existencia humana. La lectio nos ofrece una herramienta para explorar cada uno de estos lienzos, detener nuestros ojos en cada rasgo, y descubrir en ellos nuestra propia existencia y nuestra historia.
Por eso, la lectura para San Benito y la tradición monástica, no se detiene en la adquisición de meros conocimientos bíblicos; sobre todo, debe conformar la base de un diálogo continuo con Cristo, que coloreará la experiencia de la vida cotidiana.
En lo cotidiano de nuestro mundo pasamos de una imagen a otra, de un mensaje a otro, sin ponderar nada, de forma efímera e inestable. En la lectio, el hecho de leer hace que el lector se convierta en una persona diferente, transformada, porque la lectura no se separa de la vida, incide en ella, y la convierte a la docilidad, para llevar a la práctica lo leído.
Lectura personal “en común”
Esta lectura, aunque personal, tiene la fuerza de un “ejercicio en común”; todos los monjes y monjas en el Escritorio a la misma hora, como parte importante del horario comunitario, “escuchan juntos” a Dios, aunque cada uno en su texto y en silencio. Es un ejercicio personal en comunidad.
Para San Benito todo lo personal debe estar anclado en la comunidad concreta –también la lectura orante de la Palabra–, para no terminar en una autocomplacencia individualista, y para recibir el mutuo apoyo y aprendizaje del grupo de personas con quienes vivo la fe.
La calidad de mi lectura depende de mi atención a Dios, y esto es necesario recordarlo constantemente, misión que desarrolla la comunidad con su fidelidad al ejercicio de la lectio divina.
Esta fidelidad responde a la certeza de que es verdadero lo que dice San Hilario de Poitiers: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles […] Esta casa edificada por Dios, es decir, por su palabra, no se derrumbará. Esta casa irá creciendo en cada uno de nosotros con diversas construcciones”. No perdemos el tiempo cuando dedicamos espacio del día al encuentro personal con la Palabra. Poco a poco va cimentando la vida sobre lo que no es efímero.
En este ejercicio de lectura, el tercer paso lo llamamos meditatio o meditación; es una reflexión orante, que brota de caminar susurrando palabras de amor, que Dios mismo deja sembradas en el surco de la tierra del corazón arado por el silencio.
Nos adentramos ahora en la meditación para avanzar por la senda de la lectio divina.
- MEDITATIO
Al leer, sigue el pensar y reflexionar susurrando el texto, musitándolo interiormente, hasta que quede grabado en el corazón, y pueda memorizarlo, si no todo el texto, al menos el verso o la expresión que me llegue al corazón. Era lo que hacía María de Nazaret: guardaba todas estas cosas en su corazón, lo atesoraba como algo valioso.
A lo largo de los años descubro que la meditación conlleva una rumia, un volver a masticar cada palabra que va a ir iluminando mi vida, y poniéndola en movimiento hacia el plan de Dios, rompiendo mis resistencias. Por ello, en la meditatio me uno estrechamente a cada frase, voy comprendiendo el sentido que tiene hoy para mí, en mi momento actual, y voy creciendo en el amor hacia quien me habla en el texto.
Esta actividad de la meditatio va toda ella envuelta en una plegaria, no es un ejercicio filosófico, por eso algunos autores le llamaron “lectura rezada”. Te da la posibilidad de estar en la compañía de Dios y trabar amistad con Él. Esta experiencia lo expresó bellamente el Beato Guerrico, monje de Claraval -discípulo de san Bernardo-, usando la imagen bíblica del jardín para hablar de la meditatio del monje:
“Vosotros sois -si no me engaño- los que habitáis en los jardines, los que día y noche meditáis la ley del Señor. Cuantos libros leéis, otros tantos jardines recorréis; cuantas máximas elegís, otros tantos frutos recogéis. ¡Bienaventurados aquellos para quienes han sido reservadas las palabras, tanto de los profetas como de los evangelistas y apóstoles, a fin de que cada uno de vosotros pueda decir lo mismo que la Esposa al Esposo: ¡Todos los frutos nuevos y añejos los he guardado para ti, Amado mío! Escrutad, pues, las Escrituras. No sin verdad pensáis tener la vida en ellas, vosotros que no buscáis en ellas sino a Cristo, del cual dan testimonio las Escrituras: ¡Bienaventurados quienes escrutan sus preceptos y lo buscan de todo corazón! Tus preceptos, Señor, son admirables; por eso los escruta mi alma…Vosotros que recorréis los jardines de las Escrituras, no queráis negligente y ociosamente pasar de modo superficial sobre ellas; escrutando cada cosa como abejas diligentes que sacan miel de las flores, recoged el espíritu en las palabras. Porque mi espíritu, dice Jesús, es más dulce que la miel, y mi herencia más que el panal de miel. Así, habiendo gustado el sabor del maná escondido, prorrumpiréis en aquellas palabras de David: ¡Qué dulce tu palabra a mi paladar, más que la miel y el panal a mi boca!”.
De este saborear la dulzura de la Palabra es un excelente maestro San Gregorio Magno, por eso dice: “¡Oh, cuán admirable es la profundidad de la Palabra de Dios! ¡Qué gusto da fijar en ella nuestra atención! ¡Qué placer penetrar sus secretos teniendo por guía la gracia! Cuántas veces las desentrañamos discurriendo, ¿qué otra cosa hacemos sino introducirnos en la umbría de una selva para, al refrigerio suyo, resguardarnos de los ardores de este siglo? Leyéndola, entresacamos hierbas frondosísimas de sentencias, y meditando, las rumiamos”.
Es un don de Dios la meditatio, y está lejos de ser un ejercicio egocéntrico; al contrario es verdadero alimento para desarrollar –en la humildad de nuestra menesterosidad- una recia vida interior, para poder servir a los hermanos sin desfallecer. En este sentido, sigue diciendo San Gregorio: “Para captar las palabras celestiales nos es idónea nuestra debilidad, nos alimenta aquel que nos distribuye a su tiempo la medida del trigo, puesto que, cuando -en la Sagrada Escritura entendemos hoy lo que ayer ignorábamos, y mañana sabremos lo que no sabemos hoy,- nos alimentamos del pan cotidiano por dispensación de la gracia divina. De manera que es como si Dios omnipotente alargara su mano a la boca de nuestro corazón, y pusiera en nuestros sentidos la comida de la divina palabra tantas veces cuantas nos descubre su inteligencia”.
San Gregorio Magno insiste mucho en la humildad: “Acercarse a la Escritura sólo para satisfacer un deseo de conocimiento, significa ceder a la tentación del orgullo […] La humildad intelectual es la regla primaria para quien trata de penetrar en las realidades sobrenaturales partiendo del Libro Sagrado. La humildad, obviamente, no excluye el estudio serio; pero para lograr que este estudio resulte verdaderamente provechoso, permitiendo entrar realmente en la profundidad del texto, la humildad resulta indispensable. Sólo con esta actitud interior se escucha realmente y se percibe por fin la voz de Dios. Por otro lado, cuando se trata de la Palabra de Dios, comprender no es nada si la comprensión no lleva a la acción”.
Sí, estoy de acuerdo con San Gregorio. Cuanto más se trabaja asiduamente la Escritura, más se experimenta su vida escondida; y cuanto más verdadera es la humildad, más nos infunde serenidad, paciencia y magnanimidad en las pruebas de la vida.
En este sentido me ha ayudado siempre releer los consejos de San Ambrosio de Milán: “Conserva, pues, la Palabra de Dios, consérvala en tu corazón, y consérvala de modo que no se te olvide. Observa la ley del Señor, medítala; y que los decretos del Señor no se te borren de tu corazón… La meditación de la ley nos abre a la posibilidad de soportar y tolerar los momentos de tribulación, los momentos en que nos sentimos abatidos por la adversidad, de suerte que no nos dejemos hundir ni por la excesiva humillación ni por el desánimo. En realidad, el Señor no quiere que seamos abatidos por la humillación hasta la desesperación, sino hasta la corrección.”.
A través de estas líneas os comparto lo que he ido atesorando en el ejercicio de la lectio divina. Si os sirve para renovar vuestro encuentro asiduo con Dios en su Palabra me doy por satisfecha.
El siguiente paso, la oratio, que es el coloquio con Dios, respondiendo a su Palabra interpelante, como seres responsoriales que somos, lo veremos en la próxima entrega.