A propósito, es urgente verificar el estado de salud de nuestra fe para que, arraigada en la oración, tome forma en la Liturgia y se haga carne en la historia, provocando en la persona que se convierta en reflejo de la presencia real del Señor en los diversos estilos de vida. El espacio sagrado del templo se prolonga en las periferias existenciales y materiales a través de personas de fe que comunican, a los que están en los márgenes de la sociedad, la cercanía de Dios con la humanidad.
La vida de fe lleva a descubrir la dimensión contemplativa de la existencia, iluminada y transformada por la Palabra, que hace visible el amor trinitario en las relaciones. Asumiendo el sentido del Evangelio, que da significado y orienta cada situación, se hace ver a los hombres y mujeres de nuestro tiempo que Dios es Amor. La relación constante con el Señor Resucitado, que conduce hacia el umbral del Misterio presente en la raíz de nuestra existencia, nos hace experimentar la mística de la fraternidad y de la creación.
El tiempo de la evaluación conlleva una relectura de nuestras coordenadas humanas y evangélicas. Un tiempo para escuchar sin prejuicios las preguntas de los hombres y mujeres de hoy que realizan sus propias búsquedas. Todo esto no se improvisa. No basta elegir la marginalidad desde la seguridad y desde nuestra capacidad resiliente, sino que se trata más bien de ser personas de fe motivadas por el sentido de las acciones que realizan y que se entregan constantemente. Por esta razón, la vida en Dios ofrece a la sociedad una cultura evangélica, no ideológica, a través del diálogo y la acogida de aquello que la misma periferia nos entrega.
Un tiempo dedicado al análisis auténtico y profundo del recorrido personal y comunitario, incluso en confrontación con el otro, nos permitirá resituarnos fielmente en el camino que el Señor ha diseñado para cada uno de nosotros.