AL CALOR DE LA PALABRA

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2205

 

Amor nacido de amor
He oído a Jesús que señalaba en el evangelio el mandamiento principal y primero de la Ley: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Oí el mandato, oí que era el principal de todos los mandatos; sin embargo, cuando dije con el salmista y con vosotros, “yo te amo, Señor”, no lo dijimos obedeciendo a un mandato, ni tampoco fue nuestra la iniciativa de decirle a Dios nuestro amor. ¿Cómo podría un niño decirle a su madre un “te quiero”, sin antes haber recibido de ella el ser, la vida, tantas miradas, infinitas caricias, alimento y calor? ¿Cómo podría aquel niño decir un “te quiero” antes de haber experimentado de mil modos que su nombre y su verdad es: “el que es querido”? Si hemos dicho, “yo te amo, Señor”, lo hicimos, no como respuesta a un mandado divino conocido y aceptado, sino como reconocimiento del amor que hemos recibido de aquel a quien amamos. Fíjate; la iniciativa del amor no es del poeta o del orante que dice, “yo te amo”, sino de Dios, de quien ambos pueden decir, porque lo han experimentado previamente: “Tú eres mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi libertador, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte”. Poeta y orante pueden decir “yo te amo”, porque antes han hecho, de la mano de Dios, una sorprendente, admirable, inmerecida y maravillosa experiencia pascual. Los nombres que uno y otro dan a Dios hablan de la misericordia que Dios ha tenido con ellos, de la protección que Dios les ha ofrecido, de la victoria que Dios les ha alcanzado, de la libertad que Dios ha conquistado para ellos: “El Señor me libró porque me amaba”[1].
Nosotros hemos orado con las mismas palabras del antiguo salmista, pero esas palabras han brotado de nuestro corazón con un significado nuevo, con un amor nuevo, con un agradecimiento nuevo, porque es nueva la Pascua de la que nacen, nueva la misericordia que se nos ha revelado en Cristo, nueva la batalla que Dios ha librado en Cristo por nosotros, nueva la victoria que por Cristo hemos conseguido sobre la esclavitud, el pecado y la muerte. Tú dices a Dios: “Tú eres mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi libertador, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte”; y tu mente y tu corazón no se apartan de Cristo Jesús, pues en él reconoces como verdadero y concreto lo que las palabras de tu oración van confesando: “El Señor me libró porque me amaba”.
Te habrás dado cuenta de que en esta celebración has hecho algo sorprendente, pues cuando nosotros, para responder a la palabra de Dios, hemos orado diciendo: “yo te amo, Señor”, no habíamos escuchado un precepto sobre el amor a Dios, sino diversos mandatos relativos a unos deberes bien concretos que tenemos con el necesitado: “No oprimirás al forastero, no explotarás a viudas ni a huérfanos, no serás un usurero con el pobre”. Tal vez hayas intuido ya, hermano mío, que, si cuidas del pobre, estás amando al Señor; y si amas al Señor, los pobres habrán experimentado los frutos de ese amor. Puede que algo de esto haya querido indicar Jesús en el evangelio, al declarar el segundo mandamiento, el del amor al prójimo, semejante al principal y primero, el del amor a Dios.
No pienses, sin embargo, que ahora, porque se trata del amor al prójimo, la iniciativa de amar ha sido tuya, pues también este amor nace del que tú previamente has recibido. No olvides que, antes de ser alguien que ayuda a los pobres, has sido un pobre que ha recibido ayuda: “Porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto”; porque tú necesitaste libertad, y yo te la di, dice el Señor; tú necesitaste pan, y yo te di el maná; en tu sed, yo hice brotar para ti agua de la roca; para mostrarte el camino de la vida, yo te di una Ley de santidad; en tu pobreza, yo quise ser tu heredad y tu Dios; en tu debilidad, yo hice de ti mi heredad y mi pueblo. Tú estás llamado a cuidar del pobre, porque Dios ha cuidado de ti. Cuidó de ti, cuando Israel salió de Egipto; cuidó de ti, cuando te dio a su Hijo, para que tuvieses vida y la tuvieses en abundancia; cuidó de ti, cuando en Cristo te bendijo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Cuidó de ti… Cuida de ti hoy, que recibes a Cristo en admirable comunión… ¡“El Señor me libró porque me amaba”!
Cuando recibas hoy a Cristo, acogiéndole y contemplándole con admiración y amor, podrás decir de nuevo con verdad: “Tú eres mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi libertador, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte”.
Cuando recibamos hoy a los pobres de Cristo, le habremos recibido a él, y entonces se llenarán de luz nueva las palabras de nuestra oración: “Tú, hermano pobre, eres nuestra fortaleza, nuestra roca, nuestro alcázar, nuestro libertador, nuestro refugio, nuestro escudo, nuestra fuerza salvadora, nuestro baluarte”. En el día de la verdad, los pobres serán nuestra fuerza: “Tuve hambre, y me disteis de comer”…

[1] Liturgia de las Horas, Lunes de la primera semana, antífona del Oficio de lectura.