Algo primero y fundamental de ese compromiso es que tomemos conciencia de lo que significa “ser Iglesia”, una toma de conciencia que es indispensable para que podamos cumplir la misión de “hacer Iglesia”.
La Constitución Dogmática Lumen Gentium nos ayuda a situarnos en el misterio de la Iglesia que somos:
Iglesia – sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano.
Iglesia – pueblo por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Iglesia – germen y comienzo del Reino de Dios en la tierra.
Iglesia – redil, cuya puerta única y necesaria es Cristo.
Iglesia – rebaño, cuyo pastor será el mismo Dios.
Iglesia – labranza o campo de Dios.
Iglesia – construcción de Dios: casa de Dios, en la que habita su familia, habitación de Dios en el Espíritu, tienda de Dios con los hombres, templo santo.
Iglesia – Jerusalén de arriba, nuestra Madre.
Iglesia – esposa del Cordero: Cristo la amó y se entregó por ella para santificarla; se unió a ella en alianza indisoluble, la alimenta y la cuida.
Por cada una de esas imágenes nos adentramos en el misterio de lo que somos, y en cada una de ellas encontramos una luz que nos guía al conocimiento de la obra de Dios en nosotros.
Ojeando el álbum, descubriremos que somos un milagro del amor de Dios.
Llamados a ser Iglesia
Jamás agotaremos la belleza del misterio de la Iglesia.
Ésta es la conciencia que la Iglesia tiene de sí misma, los textos entrecomillados son siempre de la Constitución Lumen Gentium:
La Iglesia es “cuerpo místico de Cristo”: “En efecto, por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo”.
La Iglesia es “el pueblo de Dios”: “En efecto, los que creen en Cristo, al nacer de nuevo por la palabra de Dios vivo, no de una semilla mortal, sino inmortal, no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo, constituyen un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios; y los que antes no eran ni siquiera pueblo, ahora, en cambio, son pueblo de Dios”.
Cada una de esas imágenes, con las que representamos el misterio de la Iglesia, es obra de un único artista, que es nuestro Dios y Señor.
Todas esas imágenes llevan la firma de la Trinidad Santa:
Las diseñó el Padre “por decisión libre y misteriosa de su sabiduría y bondad”.
Las realizó el Hijo, Cristo Jesús, quien “para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos, nos reveló su misterio y nos redimió con su obediencia”.
Y, “cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo… para que santificara continuamente a la Iglesia… Él conduce la Iglesia a la verdad total, la une en la comunión y el servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la adorna con sus frutos”.
Vuelvo a recordarlo: somos un milagro del amor de Dios.
Pero a la obra de Dios –a lo que somos porque Él nos ama– habrá de corresponder lo que se ve en nosotros, conforme a la palabra del Apóstol:
“Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (Rm 6,4).
“Antes erais tinieblas, pero ahora sois luz por el Señor. Vivid como hijos de la luz, pues toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz” (Ef 5,9).
Será, pues, necesario que contemplemos lo que somos, de modo que aprendamos a vivir lo que contemplamos. Solo así nos dispondremos a:
Vivir entre nosotros una comunión semejante a la que es propia de la Trinidad Santa –ser uno, siendo muchos–.
Abrir nuestro corazón para que venga a nosotros el Reino de Dios.
Entrar por la puerta que es Cristo, escuchar su voz, seguir sus pasos. Dejar nuestras vidas al Espíritu de Dios –al aire de Dios–, para que nos santifique, nos ilumine, nos guíe, nos edifique en templo santo de Dios.
La fe nos invita, la esperanza nos anima, el amor nos apremia a compartir este sueño de Dios que se llama Iglesia.
Todos podemos soñar con ella, amarla…
Contemplar la Iglesia que hemos de ser
¡Cuánta misericordia de Dios derrochada con cada uno de sus hijos!
Ese amor misericordioso es una llamada que resuena en el corazón de todos para que, con determinación, nos pongamos a la tarea de ser Iglesia, de ser una comunidad de discípulos de Jesús. Ese amor nos llama a ser una comunidad espejo de la comunión que es Dios –todos uno, siendo muchos–, a llevar a buen término la parte que nos corresponde en la construcción de la Iglesia que el Señor nuestro Dios espera que seamos: un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”.
Lo adivinan incluso los más pequeños de la casa: no se puede hablar de Iglesia sin hablar de Cristo Jesús.
Y si hablamos de Cristo Jesús, si consideramos lo que somos “en Cristo Jesús”, nos descubrimos inmersos como hijos en el misterio de la Santísima Trinidad, nos sabemos parte de un misterio de amor que es el motor del universo.
Ésa es la realidad: no podemos decir nada de Cristo ni de nosotros sin hablar de Dios nuestro Padre y del Espíritu que a todos nos une.
Lo cual quiere decir que no podemos “hacernos Iglesia por nosotros mismos”, sino que hemos de “dejarnos hacer por el Espíritu del Señor”.
La Iglesia no nace como proyecto compartido de personas con sentimientos, intereses y objetivos comunes; la Iglesia nace como proyecto de Dios: proyecto eterno en Dios, revelado en la historia, y, por la encarnación del Hijo de Dios y la acción del Espíritu Santo, proyecto cumplido en la plenitud de los tiempos.
Esa Iglesia no se construye programando, sino escuchando como hijos y obedeciendo como hijos.
O, lo que es lo mismo: esa Iglesia se construye contemplando en Dios lo que hemos de ser, e imitando en nuestra vida lo que se ha contemplado –Unidad en la Trinidad; Trinidad en la Unidad–.
Si no damos a la escucha de la palabra de Dios el lugar –el tiempo– que le corresponde, haremos muy difícil la realización de su proyecto en nosotros, si no es que nos quedamos del todo fuera del él.
¡Y no queremos quedar fuera del sueño de Dios!
Dejar que nos hagan Iglesia
En el apartado anterior se habló de contemplación e imitación, de escucha y obediencia, de amor y de oración, de encuentro y de abrazo; que es algo así como haber entrado «en el estudio» del Arquitecto divino para ver los planos de su obra, admirar la belleza de su proyecto, tomar conciencia de lo deseable que es verlo realizado.
Luego tendremos que entrar «en el taller» donde el proyecto se va ejecutando.
Ese taller son las celebraciones de la fe, nuestras humildes, pobres, sencillas celebraciones de la fe, nuestros humildes, pobres, sencillos sacramentos.
Si para entrar en el estudio eran indispensables la fe, la esperanza, la caridad, la curiosidad, el deseo, la voluntad, para entrar en el taller se requieren disposiciones semejantes, sin las que no podríamos ser integrados en la construcción.
Por otra parte, no veo cómo se pueda apreciar, valorar, estimar, amar lo que se hace en el taller si antes, ya sea buscando a la vista de todos, ya sea rebuscando en secreto, no se ha gustado lo que se encuentra descrito y maquetado en el estudio.
Quien desee integrarse en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, que entre en el estudio y se fije en el Señor que es su cabeza: Lo verá levantado en alto y desnudo, que es como decir, lo verá pobre, indefenso, levantado en los brazos de una cruz, dejado en manos de todos, abandonado, solo, y ¡amando!
Quien desee aprender, que se fije en su Señor hasta que todo nuestro ser se incline hacia Él, hasta que, expropiado de toda pretensión que no sea la de ser pobre como Él, indefenso como Él, de todos como Él, último como Él, ¡amando como Él!, se pierda por entero en Él.
Que todo mi ser se incline a ser de mi Señor.
Entonces tendré hambre y sed de Eucaristía, anhelaré entrar en el taller y dejarme en manos del Espíritu que me unirá a Cristo Jesús para que ore con Él, para que me ofrezca con Él, para que, escuchándolo en su palabra, abrazándolo en sus hermanos y recibiéndolo en los dones consagrados, comulgue con Él y me transforme en Él.
Busca en la Eucaristía la fuente de donde procede toda la hermosura de la Iglesia: acércate a Cristo que “la amó y se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino Santa e Inmaculada”.
No dejes de pasar del estudio al taller.
Y que la obra que Dios realiza en el taller te devuelva siempre a la contemplación en el estudio.
Estudio y taller, palabra de Dios y Eucaristía, oración y sacramentos de salvación, son las columnas que han de sostener el compromiso que con la Iglesia asuma cada uno de nosotros.
No podemos, sin embargo, ignorar la evidencia de nuestra debilidad.
Nunca estaremos a la altura de lo que contemplamos; siempre seremos torpes imitadores de Jesús en desnudez, en pobreza, en obediencia, en desvalimiento, en entrega, en amor.
Y esa torpeza nuestra, que es radical por ser espiritual, habrá de ser un motivo muy particular para que jamás nos apartemos del «estudio» ni dejemos de frecuentar el «taller».
Esta gracia por la que nos entregamos a la tarea de ser Iglesia y hacer Iglesia, no es para los que han llegado a la meta sino para los que caminamos hacia ella; no es para ricos de sí mismos sino para hambrientos de justicia y de Dios; no es para satisfechos sino para humildes; no es para poderosos sino para creyentes.
Bienaventurados en esperanza
Se pudiera pensar que, para ser Iglesia y hacer Iglesia, hemos de elaborar ambiciosos proyectos, realizar grandes esfuerzos, aceptar grandes renuncias, para cumplir en plazos previstos lo que hayamos proyectado.
Pero no es así: no somos obreros de una empresa; solo somos creyentes en Dios.
Y, porque hemos creído, hemos escogido aventurarnos con Dios en su proyecto de tierra prometida, de jardín de Edén, de ciudad santa, de Evangelio para los pobres, de Reino de Dios; hemos escogido aventurarnos con Dios en su proyecto de vida para el mundo que ama, y lo hemos hecho con la certeza de que esa opción creyente llevaba aparejada, en esperanza, con una vida en plenitud, una bienaventuranza.
Recordad lo que a María de Nazaret, mujer creyente y esperanzada, dice su prima Isabel:
Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá.
Bienaventurada la que, creyendo, ha acogido el proyecto de Dios y, en esperanza, camina con la certeza de que Dios cumplirá lo que ella ha creído.
Tú, Virgen María, eres evidencia de una dicha que permanece intacta más allá de las pruebas, más allá de las derrotas, más allá de la muerte.
Tú, Virgen María, eres la evidencia de una esperanza contra toda esperanza, el espejo en el que todos podemos mirarnos para aprender a vivir en esperanza.
He dicho “en esperanza”, expresión con la que nos referimos a una disposición o virtud que tiene su fundamento en la bondad de Dios, y que en las promesas de Dios tiene su horizonte de destino:
“La fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve”.
Precisamente porque Dios es el principio del que procede la esperanza, y es la razón en la que esa virtud se sostiene, y es el fin al que esa virtud tiende, la esperanza no mengua con las dificultades, los fracasos o las derrotas: solo se prueba, se purifica, y se refuerza.
Como Abrahán, “salisteis por fe hacia la tierra que habéis de recibir en heredad”.
Yo no sé qué llegaremos a ver de esa tierra, no sé qué llegaremos a realizar de la Iglesia que Dios ha soñado, no sé qué puertas llegaremos a abrir para el Reino de Dios que viene; tierra, Iglesia, Reino por el que, en esperanza, habremos entregado nuestra vida. Pero sé que, en esa entrega esperanzada está la bienaventuranza.
Os estoy hablando de un camino que el Señor nos ofrece porque nos ama, un camino que, si aceptamos recorrerlo, será de vida para nosotros de bendición para todos.
Dichosos nosotros si encontramos nuestro gozo en ser Iglesia de Cristo, en servir a la Iglesia de Cristo, en amar a la Iglesia que es el cuerpo de Cristo.
Realizar un sueño
Es hora de señalarnos tareas.
Pero no quisiera que fuésemos nosotros mismos quienes determinemos lo que hemos de hacer en nuestra relación con la Iglesia.
Algo me dice que, si obedecemos al Señor, será Él quien vaya indicando lo que quiere de cada uno de nosotros.
Hace muchos años, puede incluso que antes del aquel 1990 que me vi enfermo y hospitalizado durante tres meses, intuí el inmenso tesoro de gracia que lleva consigo un enfermo creyente.
Soñé entonces que se creaba una gran cadena de solidaridad entre enfermos, entre los que sufren, entre los que pudieran pensar que ya no sirven para nada, entre los que de hecho ya no pueden hacer lo que les gustaría hacer, entre los que, por mucho que lo desearan, ya no podrían bajar de la cruz a nadie… y solo pueden abrazar la cruz en que se encuentran.
Soñé algo así como una red de ‘madres’ al pie de la cruz; entiéndase una red de ‘madres’ –mujeres y hombres– que saben de cruz aceptada, de ternura ofrecida, de esperanza guardada en el corazón, de confianza puesta en el Señor, de amor a Cristo crucificado, de amor a la Iglesia que es su cuerpo; madres al pie de la cruz con la Iglesia, al pie de la cruz por la Iglesia.
Por otra parte, a nadie se le oculta que esa capacidad mediadora que tiene el sufrimiento –el de Jesús, el de María, el nuestro–, no la tiene por ser sufrimiento sino por ser oración de quien sufre, obediencia filial de quien sufre, disponibilidad creyente de quien sufre, expresión de amor a Dios.
Esa sencilla consideración nos permite soñar una «Iglesia en oración», una red de creyentes que hacen de la escucha de la Palabra de Dios, de la contemplación, de la súplica, de la alabanza, su modo de ser Iglesia, de hacerse Iglesia, de servir a la Iglesia.
El corazón me dice que todo esto es posible, que es hermoso, que vale la pena, y que solo hay que ponerse a ello.
Sugerencias
Pautas para la reflexión personal y comunitaria
1.- ¿Cuál es la imagen de Iglesia que da nuestra vida personal?
2.- ¿Cuál es la imagen de Iglesia que dan nuestras parroquias o nuestras comunidades religiosas?
3.- Nuestra vida es inseparable de la vida de Dios, de la intimidad de Dios, de la gracia de Dios, del amor con que Dios continúa llevándonos a Él: ¿Qué lugar ocupa la oración en nuestra vida personal, en la vida de nuestra comunidad parroquial o religiosa?
4.- ¡Contemplar para imitar!: ¿Lo hacemos junto con otros hermanos, de modo que unos para otros, todos para todos, somos estímulo, ejemplo, ayuda y consolación?
5.- ¿Hemos considerado alguna vez nuestra vida como bendición para todos los demás?
6.- ¿Qué hacemos con ese tesoro inestimable que es nuestra debilidad, nuestro dolor?