“ACEDIA”: “TRISTEZA SIN ESPERANZA” QUE SOCAVA “EL GOZO DEL EVANGELIO”

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¿Qué es la acedia? A ella se refiere el Papa Francisco en su exhortación apostólica “Evangelii Gaudium”. La presenta como un vicio paralizante que ataca a los evangelizadores. Produce un“inmediatismo ansioso”. Quiere obtener resultados  pastorales inmediatamente. No  aguanta la espera que requieren los procesos. Las personas atacadas por la acedia (laicos y sacerdotes) están obsesionadas por preservar “su tiempo”. No están dispuestas a perder el tiempo y, por eso, para nada se puede contar con ellas. Revisten su vida de un “gris pragmatismo”. Se apegan a una “tristeza dulzona, sin esperanza”, que es el “elixir del demonio” (EG, 83). La acedia vuelve a los evangelizadores “pesimistas quejosos y desencantados” (EG, 85). La acedia genera desiertos espirituales, ambientes áridos.

¿Qué es la Acedia?

¿Qué es la acedia? Sorprende descubrir que no son pocos los estudios que se dedican a ella en nuestro tiempo[1]. El monje Gabriel Bunge la denomina el “mal oscuro”, la escritora y laica benedictina Katheleen Norris la llama “morfina espiritual” que nos inyectamos cuando se requiere demasiado de nosotros. Reinhardt Hütter la describe como “apatía espiritual”, que favorece la combinación tóxica de la concupiscencia de los ojos con la concupiscencia de la carne. La pensadora francesa Lucrèce Luciani-Zidane la denomina “vicio de forma del cristianismo”. El argentino Horacio Bojorge detectó hace años que vivimos en “la civilización de la acedia”. Y, muchos siglos antes, el monje Evagrio –el super-experto en el tema de la acedia- lo llamó “demonio de medio día”, y el vicio que más hace sufrir y más problemas causa.

 

La acedia es un virus que se nos inyecta en el alma. Síntomas de infección son: atonía, pérdida de tensión en el alma, sensación de vacío, aburrimiento, desgana, incapacidad de concentración, ansiedad del corazón, falta de esperanza. Llega precedida de la “tristeza” y la “agresividad”. Llega después de un deseo frustrado (tristeza) y después de encenderse, se convierte en ira.

Quien tiene el virus de la acedia manifiesta un vacío interior y una inquietud y desasosiego, que le lleva a desear el cambio, a buscar compensaciones: ¡cambiar de casa, de trabajo, de amistades, de compañías, de instituto religioso, de matrimonio o abandonar la propia vocación, o entregarse a la concupiscencia de los ojos -uso de la pornografía-! Quien está afectado por la acedia no acaba los trabajos emprendidos. Quien tiene este virus cree tener razones para cambiar de aires, para vagabundear: a veces son sus temores a la enfermedad, otras su pretendida capacidad innovadora. En el fondo, se trata de una persona que no se aguanta a sí misma, y, por eso, se evade. La acedia se viste, a veces de virtud. Se encuentra en personas adictas al trabajo, a la actividad constante, a la agenda llena, al móvil o celular siempre en actividad ¡Deseo de cambiar cuanto antes para obtener algo mucho mejor! Así se oculta el propio vacío interior, se huye del tiempo para establecerse en el instante. Todo se exagera y magnifica. Después se ve: no hay amabilidad sino intolerancia, amargura y prisa…

Personas célibes con acedia acusan al celibato de su mal y ven en el cambio la solución. Personas casadas con acedia acusan al otro cónyuge y sueñan en el cambio que todo lo solucionará. La acedia se excusa. Culpa a todo lo exterior. No percibe que nace de dentro: de un amor desordenado a uno mismo. Un supervirus llamado por los antiguos “filo-autía” (amor de sí).

La acedía tiene tantas facetas que no resulta fácil traducir con esa palabra, todo aquello que los Padres del Monacato quisieron con ella transmitirnos.

La Acedia del monje, montaña infranqueable

No es fácil traducir a nuestras lenguas aquello que los monjes antiguos nos querían decir con la palabra “akedia” o “acedia”. Siempre se nos escapan matices.

La acedia es un vicio descubierto por los cristianos. Nació con el cristianismo y formó parte de su lenguaje peculiar. Quien mejor la describió fue Evagrio Póntico, padre del desierto y asceta exagerado –al menos como recurso pedagógico para evitar sus amenazas-. Fue el primer pensador cristiano que situó la acedia dentro del sistema de la vida espiritual. Según él era uno de los ocho vicios o malos pensamientos. Era un escándalo, es decir, una piedra de tropiezo en el camino hacia la perfección monástica y cristiana; pero no era una mera piedrecita que con un puntapié se puede soslayar; era considerada como una montaña infranqueable. La acedia formaba parte del sistema del pecado. Era como un demonio que atacaba a los ascetas cristianos en los desiertos. Era la tentación de las tentaciones. El abad Poemen decía que no hay pasión peor que ésta.

La más famosa descripción de la acedia la tenemos en el Tratado Práctico, n. 12 de Evagrio:

El demonio de la acedia, llamado también «demonio del mediodía», es de todos los demonios el que más hace sufrir. Ataca al monje hacia la hora cuarta y asedia su alma hasta la hora octava. Al principio, hace que el sol parezca avanzar lento e incluso inmóvil y que el día aparente tener cincuenta horas. A continuación, le apremia a dirigir la vista una y otra vez hacia la ventana y a saltar fuera de su celda, a observar cuánto dista el sol de la hora nona y a mirar aquí y allá por si alguno de los hermanos… Además de esto, le despierta aversión hacia el lugar donde mora, hacia su misma vida y hacia el trabajo manual; le inculca la idea de que la caridad ha desaparecido entre sus hermanos y no hay quien le consuele. Si a esto se suma que alguien, en esos días, contristó al monje, también se sirve de esto el demonio para aumentar su aversión. Este demonio le induce entonces al deseo de otros lugares en los que puede encontrar fácilmente lo que necesita y ejercer un oficio más fácil de realizar y más rentable. Así mismo, le persuade de que agradar al Señor no radica en el lugar: «La divinidad —dice— puede ser adorada en todas partes» (Jn 4,21).  Añade a estas cosas también el recuerdo de su familia y del modo de vida anterior y le representa la larga duración de la vida, poniendo ante sus ojos las fatigas de la ascesis; y, como se suele decir, pone todo su ingenio para que el monje abandone su celda y huya del estadio. A este demonio no le sigue inmediatamente ningún otro. Una vez concluido el combate, un estado apacible y un gozo inefable suceden al alma”.

Se ve en este texto cómo al monje se le hace el día interminable, intolerablemente largo. No sabe cómo desahacerse del peso de esperar. Este demonio es el más hace sufrir porque pone en cuestión la vocación del monje. El monje, aquejado por la acedia, encuentra la solución de su pesar en la huida: cualquier lugar le parece mejor que aquel en el que está ubicado, desea otros tiempos, otras compañías, cualquier monasterio le parece mejor que el suyo.

Es, según Evagrio, el “demonio del medio día”, que confronta al monje con la perspectiva de una larga duración. Le hace olvidar que vive un proceso y magnifica el presente sobrecargándolo con el peso inaguantable de un futuro sin final.

Este “mal pensamiento” quiebra el sistema inmune del espíritu, dejando al monje expuesto a ser atacado por cualquiera de los vicios capitales y los aleja de la amistad con Dios. Por eso, la acedia no era considerada como una tentación entre otras, sino como “la tentación” por excelencia, la que cuestiona toda la vida, la vocación, la identidad. Otros demonios solo afectan a una dimensión del alma. El de la acedia afecta al todo., sofoca la mente.

Este demonio inyecta en el corazón del monje un odio por el lugar, por su forma de vida, por el trabajo que realiza. El monje cree que la forma de superar este demonio es huir y no luchar (Casiano). Según Evagrio el deseo de huir constituye la tentación más seria del monje. En lugar de descansar en Dios, el monje se siente llamado a huir. Tomás de Aquino decía, por ello, que la acedia es un pecado contra el tercer mandamiento: ¡descansar en Dios! [2] El demonio de la acedia, conocido por Evagrio impulsa al monje a abandonar su vocación, a moverse a otro lugar,  a salir de a batalla o escabullirse de ella, a buscar un descanso prematuro.

La raiz de la cuestión: ¿tiempo vacío o Providencia?

Si profundizamos un poco más, descubrimos que la acedia surge de una falta de fe en la Providencia de Dios. Se sigue creyendo en Dios, pero no se cree en su Providencia. Por eso, el futuro se contempla como una realidad que no tiene que ver con Dios: pasará lo que tenga que pasar, pero Dios no interviene. El futuro es un tiempo no garantizado y depende de cómo uno lo gestione o aborde.

Richard Fenn ha estudiado este tema al hablar de la experiencia personal del tiempo en las sociedades secularizadas:

“Vivir en un mundo secular es considerar el mundo en sus térmiunos propios. Es este mundo y no otro el que encierra todos los secretos de nuestra existencia. Nos toca a los individuos administrar nuestro propio tiempo. Ese tiempo es, en útlima instancia, todo lo que tenemos”[3].

También el sociologo polaco Zygmunt Bauman en su obra “Modernidad líquida” nos hace ver cómo los modernos no aguantamos “los largos plazos” y todo lo queremos “a corto plazo”. ¡Es la nueva concepción del tiempo: la seductora levedad del ser, la vida instantánea![4]

Para quienes cremos en un Dios providente, el tiempo está en sus manos: es tiempo de Dios, historia de Salvación. Para el creyente en la Providencia Dios no está lejos, y nada hay que lo separe de la mirada de Dios. La persona secularizada –en cambio- se siente expuesta al tiempo, y sumamente débil ante algo que no depende de sus propios recursos. La secularización del tiempo hace excesivamente problemática la espera. Cuando Dios es evacuado del futuro, el ser humano trata de apropiarse de un tiempo que él no puede dominar y del cual no puede esperar nada, a no ser el resuttado de sus propios esfuerzos. Se considera que esperar es de locos. Para quienes no tienen esperanza y no creen en la Providencia, el tiempo se les hace una carga pesadísima.

Quien no cree en la Providencia, no se puede imaginar un futuro con sentido. El tiempo no lleva a ninguna parte. No hay nada, sino solo tiempo. La mirada secularizada no ve delante nada. Todo es amenazador.

Para Karl Rahner Dios es providente no solo porque es el único señor del tiempo y de la historia, sino también porque nos garantiza un tiempo lleno de sentido en el conjunto de la historia, y no permite que el tiempo se fragmente y caiga en una sucesión informe de instantes desarticulados que se suceden unos a otros”[5].

La acedia es, en el fondo, falta de fe en la Providencia de Dios. Ésta conduce a no-esperar nada del futuro. El futuro será aquello que uno –dentro de sus propias limitaciones- consiga. La person afectada de acedia tiene prisa. Tiene aversión a la espera porque no cree en la Providencia, porque no soporta tener que esperar una actuación improbable de Dios.

Por eso, si la gran vocación cristiana se caracteriza por esperar en Dios, la acedia constituye la principal tentación contra el estado de vida cristiana.

La persona aquellada por la acedia no espera, no cree que se le pueda pasar la horrible sensación que la acedia le causa. Por eso, quiere actuar cuanto antes y huir. Quiere dar un giro de 180 grados a su vida.

Tras el diagnóstico, ¿qué terapia?

Existe un cierto consenso en las tradiciones eclesiales de que la respuesta a la acedia es resistir y luchar (stand  still and fight!).

Si la acedia es la tentación de pararse y no esperar en Dios, tiene razón la tradición cuando dice que no hay que huir de ella, sino resistir. Sólo Dios puede hacer que se acabe la espera. Al ser humano solo le queda resistir y espeerar. Los Padres del moncato reconocían que en la espeera hay una dimensión salvífica importante: la expiación, la purificación. Esa fue la característica de la vida de Jesús: no tanto que soportó el sufrimiento, sino que resistió y esperó en Dios hasta el final, a pesar de todos los pesares[6].

La resistencia es la característica principal de la identidad cristiana. El demonio de la acedia sólo puede ser conminado con la paciencia. La tentación de la acedia acompaña a todo aquel que está en la condición de esperar a Dios.

La distracción no es el antivirus que nos limpia de la acedia. La industria de la diversión, de los viajes, evasiones y aventuras trata de curarla, ¡pero en vano! Después se aumenta la dosis, porque una no basta.

Evagrio encontró un antivirus. Se aplica de forma regular. Estos son sus pasos:

curar las malas raíces: trabaja por dominar tus deseos; aprende el arte del ayuno, de la reducción de necesidades; absorbe tu agresividad en el ejercicio del amor;

ser paciente: resiste y permanece donde estás, cuando la tentación es huir; pero ¡no con amargura y resentimiento!;

abrir el corazón a un padre o madre espiritual; en ese ámbito no es el padre quien hace al hijo, sino elhijo quien hace al padre; siéntete hijo;

hacerlo todo con cuidado y medida: haz las cosas a su tiempo;

si lloras ante Dios ya estás superando la acedia: se acerca  la curación, porque la acedia es el peor enemigo de las lágrimas;

oponte al enemigo: no le dejes lugar;

haz el ejercicio de la muerte:piensa que todo acaba, que no puedes determinar tu futuro; que no merece la pena agobiarse por un futuro totalmente desconocido.

Pasado el antivirus, llega la paz, la serenidad y una alegría indecible.

El remedio teológico, además de estas estrategias antropológicas, está en “poner al día nuestra Alianza con nuestro Dios”.  El recuperar el amor de Alianza, de amistad con Dios, para llenar nuestra vida y nuestro tiempo de sentido. Una pasión se vence con una pasión mayor. Quien se enamora de Dios, poco a poco hace retroceder a acedia. Es verdad que uno no se enamora de la Trascendencia y del Misterio divino por puro esfuerzo. Es necesario hacerse permeable a la “invasión de lo divino” que el Espíritu protagoniza de las formas más insospechadas. Se trata de descubrir la “gracia” de cada momento. Consiste en acoger “el acontecimiento del amor, de la belleza, de la verdad” como algo real, entusiasmante. Y, sobre todo, descubrir en el tiempo, en  nuestro tiempo, la historia que Dios mismo va escribiendo. ¡Creer en que existe la Providencia! Recuperar el estilo de Abraham, quien ante la mayor dificultad de su vida, supo decir: “Dios proveerá”.

No tiene que cambiar de lugar, quien se encuentra inundado por la presencia misteriosa y paradójica de Dios. No hay lugar para el aburrimiento, en una vida que se sabe entrelazada con la historia de la salvación que el Espíritu va gestando minuto a minuto.

Es la espiritualidad cristiana el antídoto contra cualquier forma de acedia, y una una manera especial la espiritualidad de la Evangelización.

La acedia y la nueva evangelización

Existe una acedia en los evangelizadores, que el Papa Francisco ha detectado y que bloquea todos los procesos de misión. Existe también una cultura de la acedia en nuestras sociedades que destruye a las personas, a las familias, a las comunidades, a las naciones. Y por eso, la misión evangelizadora muestra caminos para hacer ver que “otra realidad es posible”.

La acedia nos priva del deseo, del deseo de Dios. Suprime pura y simplemente nuestros deseos y nuestros sueños en las maravillas de la Providencia divina.

La acedia tiene una gran toxicidad: produce disgusto, aversión, tedio, relajación, abatimiento, desánimo, estupor hasta la torpeza, embrutecimiento, pesadez, inestabilidad del cuerpo y del espíritu, adicción a la pornografía. Esta muerte del deseo resulta muy grave cuando afecta a quienes tenemos la misión evangelizadora como vocación.

La acedía es causa de divorcios, de infidelidades, de tentaciones serias contra la propia vocación, de abandono de la misión evangelizadora.

Tiene mucha razón nuestro Papa Francisco cuando nos alerta ante este vicio capital. Descubre que este aquel que paraliza en la Iglesia la misión, que recluye a cada persona y grupo “en la pura referencia” a ellos mismos, que desconfía de todo y genera en las comunidades cristianas un pesimismo y una tristeza inquietantes.  Es el vicio que ataca de una manera especial a quienes se encuentran en la media edad. Es el demonio del medio día.

Resistencia y lucha es la fórmula del antivirus. Necesitamos ser hombres y mujeres de la Providencia de Dios. Ello nos hará confiar más en el “adventus”, en la gracia que está por venir, que en el “futurum”, es decir, en aquello que está en nuestras manos hacer. El “Dios proveerá”, de Abraham a su hijo, es también la solución contra la acedía: una confianza loca en la Providencia de nuestro Abbá y en Jesús Resucitado. Ellos, por medio del Espíritu, realizan la misión contando con nosotros y nuestra fe y entrega humilde y perseverante.  Superada la acedia, nacen esperanzas, sueños, visiones.

 

 

 

[1] Cf. Lucrèce Luciani-Zidane, L’acédie. Le Vie de forme du cristianismo. De saint Paul à Lacan, Du Cerf, Paris, 2009; Jeffrey A. Vogel, The speed of sloth: reconsidering the sin of Acedia, en “Pro Ecclesia” 18 (2009), 50-68; Reinhardt Hütter, Pornography and acedia, en “First Things” 222 (2012), 45-49; Gabriel Bunge, Akedia: il male oscuro ed. Qiqajon, Magnano, 1999; Katheleen Norris, Acedia & Me: A marriage, Monks and a Writter’s life, Penguins Books, New York – London, 2008; Id., Wasted days: struggling with acedia, en “Christian Century” 125 (2008), 30-33; Andrew Crislip, The sin of the sloth or the illnes of the demons? The demon of acedia in the early monasticism, en “Harvard Theological Review” 98 (2005), 143-169; Horacio Bojorge, En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia, Lumen, Buenos Aires, 1999; Id, Mujer, ¿por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia, Lumen, Buenos Aires, 1999.

[2] Santo Tomás, Summa Theologica II-II, q. 35, a.3.

[3] Cf. Richard Fenn, Time Exposure: the personal experience of time in secular societies, Oxford University, Oxford 2001, p. 48; Michael G. Flaherty, A watched pot: how we experience time, New York University Press, New York, 1999, 56-63.

[4] Zygmunt Bauman, Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica, México – Buenos Aires, 2003, 127-138

[5] K. Rahner, Theological observations on the concepto of time,  en “Theological Investigations XI: Confrontatios I, Longan & Todd, London, 1974,  290.

[6] W.H. Vanstone The stature of waiting, Longman & Todd, London, 1982.