“Alegrémonos todos en el Señor”.
Así reza la antífona con la que entramos en la Misa de medianoche, y es la comunidad eclesial la que dice: “Alegrémonos”: Es en la comunidad reunida donde unos a otros nos invitamos a la alegría, y lo hacemos porque nos ha nacido Jesús de María, porque ha venido Jesús de Dios, Jesús para el mundo, Jesús para ti. “Alegrémonos”, porque de María y de Dios ha venido sobre el mundo la paz.
Y añadimos: “ha nacido nuestro Salvador”, “un hijo se nos ha dado”, “ha aparecido la gracia de Dios”. De ese modo, en el seno de un pasado perfecto, que permite al ayer perdurar en el hoy, nuestra fe encierra el misterio de un Niño que, habiendo nacido para la humanidad hace más de dos mil años, nace hoy para cada uno de nosotros, nace para la comunidad de la que formamos parte, nace para “el pueblo que caminaba en tinieblas”, para “los que habitaban en tierra de sombras”, para los hambrientos de pan y de justicia.
Ese Niño es una bandera discutida y lo reciben siempre el amor o el odio, la fiesta o la indiferencia, la alegría de los pobres o la envidia de los poderosos. Así fue entonces. Así es hoy.
Muy fácilmente confundimos al Niño con dogmas, ritos, o prácticas de los que hacemos bandera, mientras a él le neguemos el sitio que necesita en nuestra posada.
Dogmas, ritos y prácticas, en ningún pesebre tiemblan de frío ni esperan de nadie un abrazo, una caricia, una canción de cuna, el calor de un regazo…
En nuestro pesebre, hecha carne, tiembla una palabra divina, que espera ser creída y hacerse en nosotros fuente de agua viva. Por eso cantamos: “Alegrémonos todos en el Señor”.
En nuestro pesebre se nos ofrece un pan que, bajado del cielo y comido, se nos hace en las entrañas medicina de inmortalidad y pan de eternidad. Por eso nos animamos unos a otros diciendo: “Alegrémonos todos en el Señor”.
En nuestro pesebre está recostado, envuelto en pañales, un Salvador, un niño que nos ha nacido, un hijo que Dios nos ha dado y que hemos de cuidar. Por eso, a la alegría de la Iglesia en la tierra, se une el coro de los ángeles, y todos alabamos a Dios, diciendo: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”.
Pero es posible también una Navidad frustrada; es posible que palabra, pan y Niño se nos den y no sean recibidos; siempre es posible un: “vete a tu país”, “vete con los tuyos”, “vete”… Nos justificamos pensando que lo decimos al extranjero, al emigrante, al hombre de otra cultura, al de otra religión… Un día descubriremos sorprendidos que se los estábamos diciendo al Rey que nos ha de juzgar.
Quien cuida del pobre, cuida de Cristo, abraza palabra, pan y Niño, y recibe en herencia la bendición, la alegría y la paz que la Navidad nos ha traído del cielo.