viernes, 19 abril, 2024

36 JUSTOS

mariolavrEn estos días pensaba que hace falta mucho abandono y mucha sencillez para poder decir: “Hágase en mi” (Lc 1, 38) detrás de cada relación, de cada acontecimiento de la vida amargo o dulce. En este asentimiento hay confianza activa y, a la vez, reconocimiento humilde de que siempre quedarán zonas ciegas en nosotros por remontar que solo podemos abandonar al amor y a la misericordia de Dios.

Me gusta contemplar en este tiempo el gesto sencillo de dos mujeres que se visitan, que se saludan mutuamente como María e Isabel. Un gesto que se teje en los pequeños encuentros de cada día. Hay modos de saludar que dan la salud. Saludar a la otra persona haciéndole sentir que la vemos realmente, que nos alegra su presencia, que es bueno para nosotros que esté ahí. Creo que una de las muchas bendiciones del papa Francisco es que ha “saludado” con amorosa cercanía a colectivos humanos a los que la Iglesia solía mirar con desconfianza. Necesitamos cultivar un modo de saludar que enciende la luz que hay en el otro: “Bendita tu vida”, le dijo Isabel, con el viaje de su existencia ya avanzado, a una joven María que recién comenzaba a abrirse a Dios. Quiero dar gracias, en estos días, por todas esas personas que nos bendicen, que en medio del daño que nos causamos unos a otros, siguen creyendo en la bondad esencial del ser humano.

Hay una creencia judía que afirma que en cada época en la tierra aparecen 36 justos. Nadie les conoce, ya que se confunden con hombres y mujeres comunes. Pero ellos llevan a cabo su misión en silencio, que no es otra que sostener el mundo con la fuerza de su misericordia. La leyenda sigue diciendo que, cuando finalmente mueren, esos justos están tan helados, por haber hecho suya la aflicción de cada persona, que Dios tiene que cobijarlos en sus manos y tenerles allí por espacio de mil años, al objeto de infundirles un poco de calor.

También podemos nombrar hoy esos “36 justos”, mujeres y hombres que son para nosotros cauce hacia una vida más abierta, ofrecida, simplificada, entretejida… Los reconocemos porque no han dejado que el sufrimiento les arrebate la capacidad de asombro y de ternura, y sus presencias tienen para nosotros el mismo efecto que nos provocan los niños: no nos sentimos amenazados por esos rostros, al contrario, deseamos que nos adentren en su esfera, que nos abracen, que nos comuniquen algo de la ligereza y suavidad que los acompaña en medio de los conflictos que atraviesan. Y al calor de su misericordia sentimos cómo nuestras propias vidas se vuelven más confiadas y plenas.

 

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