¡A VER CÓMO NOS AYUDAMOS!

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No es ningún secreto que la mayor dificultad de la Iglesia reside en su interior. La evangélica articulación de carismas y responsabilidades amanece un día sí y otro también con disensiones, críticas, desajustes y explicaciones. Algo así como si la búsqueda de un bien primordial que es que el pueblo camine unido en la diversidad, desde la fe, fuese un deseo imposible.

No nos engañemos, dificultades las ha habido siempre. Aquellos y aquellas que añoran tiempos pasados deberían situarse en el corazón de la época soñada para comprobar que entonces, como ahora, el problema es la fractura interior, el ansia de poder, la desigualdad y el pecado.

Probablemente la vida consagrada, dentro de la Iglesia, es el grupo que de manera más recurrente y preocupada aborda sus disensos internos. Hay apetencia de unidad, reconocimiento de la necesaria pluralidad y ejercicio personal y corporativo de ascesis para construir la comunión. Es cierto que solemos quedarnos más en lo formal que en lo vital, pero sería injusto no reconocer el empeño.

Estamos en el comienzo de un nuevo curso. Se suceden las reuniones planificadas y, también, las que pide la necesidad; encuentros, horarios, programaciones, destinos, construcción de «nuevas» comunidades…; elaboración de criterios, ideas guía… En todo, está la búsqueda de la sinergia para que no se quede en el pobre consenso.

Para ello, después de todo lo que sabemos y las citas de autor que manejamos, el planteamiento quizá tendría que volver a «tocar tierra» y expresarse, más o menos así: «Este año, a ver cómo nos ayudamos». Porque ahí reside el quid.

Cada persona necesita su ayuda y puede prestar también la suya, no otra. La complementariedad que pide el Reino se apoya en el don de cada persona, que compartido construye el bien común. Cuando además se rige por motivaciones evangélicas apunta a la comunidad fraterna. Ayudar y dejarse ayudar son principios dinamizadores de la comunión porque el primer paso para anunciar comunión es salir del círculo vicioso del propio mundo urgido por deseos y necesidades frecuentemente poco comunitarios.

En ocasiones creemos que nos estamos ayudando sin que sea cierto. No es tan seguro que las comunidades actuales estén ayudando al crecimiento de cada uno de sus miembros. No nos ayudamos cuando los espacios comunitarios son «almacenes» donde cada quien va recalando con sus cosas sin que se dé el contraste, el diálogo o el clima compartido que es diferente al «nosotros institucional». No hay lugar para la ayuda mutua cuando la única pretensión es que no pase nada que nos sobresalte, por eso lo mejor es que estemos los mismos, sin que nadie rompa nuestra armonía de «campo santo». No hay ayuda mutua cuando no experimento en primera persona crecimiento, ni ganas de cambiar, ni apertura a nuevas búsquedas. Tampoco cuando el discernimiento se reduce a la apetencia y, en mi vida, no cabe nada que no proceda de mi.

El se humano aspira a la ayuda mutua. La necesita. Nuestro recorrido por la existencia es un itinerario en búsqueda de un «nosotros» que nos diga algo, que tenga vida. Se da en todas las personas y en todas las culturas. La construcción de la comunidad cristiana tiene en su corazón el sueño de un nosotros que integre, acoja, celebre y crea. No es un «nosotros» frente a otros. Es una concepción abierta de la posesión. Es un nosotros abierto a crecer y, por eso, a dejarse transformar. Así son las comunidades consagradas dentro de la Iglesia: «nosotros» significativos abiertos al cambio y la transformación. Así las cosas, aquel «a ver, cómo nos ayudamos» tiene una evaluación sencilla. Nos ayudamos si nos dejamos afectar por el otro; si salimos de nuestros propios esquemas; si redescubrimos la palabra hermano; si no nos conformamos con la recepción benévola de lo que venga de los amigos y la crítica de lo que proceda de quienes he decidido que no lo son. Nos dejamos transformar cuando las comunidades son espacios del «todavía más». Lugares para la no conformación. Sitio de reto donde cada día nos hacemos preguntas de fe y nos estimulamos en la confianza y el testimonio. Cuando no nos perdemos en posturas raquíticas de generosidad y volvemos al estilo de Dios, con justicia desproporcionada, no esperada y misericordiosa. Nos ayudamos cuando todos entramos en la docilidad del discipulado y cada uno hacemos nuestro trabajo de reconstrucción para hacernos personas posibles para la convivencia y el amor.

Para ayudarnos de verdad, creo que en la vida consagrada tenemos que abandonar estilos tibios. Aquellos que no rompen formas pero tampoco apuntan hacia horizontes nuevos. Ayudarnos, entonces, es que pase algo, permitir que pase, posibilitarlo. Quien tiene que pasar es el Espíritu que jamás ha dejado las cosas como están. Abrirse al Espíritu y entrar en complicidad con él obliga a tomar conciencia de la realidad y también de tus posibilidades en ella; te descubre la novedad que también reside en la normalidad de cada día; te sitúa en un horizonte de complementariedad que te enseña a valorar el bien del otro; agradecer el sentido de dar la vida, darla con ganas y con intensidad sin esperar reconocimientos frágiles, falsos o mediatizados. Entrar en la disciplina de la escucha atenta de los clamores del Espíritu es el primer paso para que la ayuda en comunidad deje de ser un bien literario que sostenemos por supervivencia, para empezar a describirlo como constatación. Por eso, antes de volver a urgencias de nuevas vocaciones, nuevos foros y nuevas visiones, bajemos la pretensión y digamos a quienes están a nuestro lado: «A ver cómo nos ayudamos».