El creyente sabe que Dios no es para él una idea, pues lo ha sentido como fuego que abrasa, como caudal inagotable y limpio de agua que refrigera.
El creyente no piensa en Dios para poder decir de él algo novedoso o admirable, sino que se acerca a Dios para abrasarse en su fuego, busca a Dios para apagar en él la sed, y sólo dejará de agitarse cuando Dios sea para él el aire que respira, la luz que lo ilumina, la dicha que lo posee.
“Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío”. Éste es hoy el estribillo de nuestra oración responsorial: Palabras de fe para labios creyentes, palabras verdaderas sólo para quien haya conocido al Señor, para quien haya experimentado su fuerza, su gloria, su gracia y su amor.
“Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío”. Las palabras de la oración expresan a un tiempo plenitud y vacío, cercanía y ausencia, conocimiento y búsqueda. El orante –Jeremías, el salmista, Jesús de Nazaret, nuestra asamblea eucarística, la Iglesia entera- madruga por Dios para buscarlo mientras Dios camina con el orante y lo sostiene; tú tienes sed de Dios, aunque todo tu ser está unido a él; tienes ansia de Dios, ¡y cantas con júbilo a la sombra de sus alas! Dios es caudal inagotable de agua, y en su presencia nosotros somos siempre “como tierra reseca, agostada, sin agua”.
“Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío”. Las palabras de la oración han puesto a Dios en el centro de tu vida: “Tu amor me sacó de mí. A ti te necesito, sólo a ti. Ardiendo estoy día y noche, a ti te necesito, sólo a ti… Tu amor disipa otros amores, en el mar del amor los hunde. Tu presencia todo lo llena. A ti te necesito, sólo a ti”[1], pues “tú eres el bien, todo bien, sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero”. ¡Plenitud y vacío, cercanía y ausencia, conocimiento y búsqueda!
De ti, Señor, dice tu profeta: “Me sedujiste, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste”. Lo cautivaste, Señor, con el atractivo de tu palabra, lo cegaste con el resplandor de tu belleza, y así lo llevaste a tu luz y a su noche, a tu fuego y a su oprobio, a tu gloria y a su cruz.
Considera la noche del profeta: “Yo era el hazmerreír todo el día; todos se burlan de mí… La Palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día”. Considera la noche oscura de Jesús: “Los que pasaban por allí le insultaban, meneando la cabeza y diciendo: Tú que destruyes el santuario y en tres días lo levantas, ¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz! Igualmente los sumos sacerdotes junto con los escribas y los ancianos se burlaban de él, diciendo: A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Rey de Israel es: que baje ahora de la cruz, y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere”.
Ahora ya puedes, Iglesia de Dios, mirarte a ti misma en el espejo de Cristo, pues otra cosa no eres que el cuerpo del Hijo que todavía está subiendo a Jerusalén, a su noche, al sufrimiento, a la muerte, a la vida. Mírate a ti misma en el espejo de los pobres, que otra cosa no son que el cuerpo de Cristo, tu propio cuerpo, subiendo a la noche de sus angustias.
Si estabas sedienta de Dios porque habías conocido su bondad y su hermosura, su gloria y su poder, ahora que has experimentado la noche, la de Cristo, la de los pobres, tu propia noche, eres delante de Dios como “tierra reseca, agostada, sin agua”. Tenías sed, y la noche hizo que la sed te devore, hasta hacer de ti pura sed de Dios.
[1] Versos del poeta sufí Yunus Emre (1238-1320?)