La Palabra que escuchamos este domingo parece centrada en la corrección fraterna, y seguramente hay en esa apreciación mucho de verdad.
Sabéis, sin embargo, que vuestra celebración ha de estar centrada en Cristo, y Cristo –su enseñanza, su vida, su muerte-, será la luz que nos permita acercarnos al misterio de la Palabra de Dios y discernir, iluminados por él, también lo que concierne al ámbito de nuestra solidaridad con los hermanos en la búsqueda de su bien y de su salvación.
Pues de eso se trata, de “solidaridad”, una solidaridad semejante a la que tiene Dios con todos sus hijos: “Si no hablas al malvado, te pediré cuenta de su sangre”. No se preocupa el Señor por su ley sino por la sangre, es decir, por la vida de quien quebranta esa ley.
Es ésta una primera condición que hemos de salvaguardar siempre en nuestra relación con los hermanos: Amar su vida, amarlos.
Por eso, cuando en la oración unos a otros nos animamos, diciendo: “¡Ojalá escuchéis hoy su voz; no endurezcáis vuestro corazón!”, lo decimos con el pensamiento puesto en la ley del Señor, deseamos que todos aclamen a nuestro salvador, pedimos que todos bendigan al Señor, creador nuestro, pero también llevamos en el corazón la vida de nuestros hermanos, y a todos decimos “escucha”, porque para todos deseamos la vida. “A nadie le debáis nada más que amor”. No temas, hermano mío, que el Señor te pida cuenta de tu hermano, si tú lo has amado; no temas que te reclame su vida, si le has ayudado a amar.
“¡Ojalá escuchéis hoy su voz; no endurezcáis vuestro corazón!” Para ti, la voz del Señor, que ha resonado en las Escrituras Santas, se ha hecho voz humana en Cristo Jesús. Fíjate cómo corrige quien ama: recuerda cómo corrige a la mujer que con sus avíos de prostituta entra en el banquete de Simón para llorar agradecida a los pies de la compasión de Dios; mira cómo reprende a Zaqueo el publicano, a la mujer adúltera, al hijo que vuelve de lejos después de haber derrochado la fortuna de la familia; recuerda, escucha, contempla cómo reprende Jesús a los leprosos con los que se manchó, a los pecadores con los que comió, al ladrón que con él entró en el paraíso para estrenarlo en el primer día de la nueva creación.
Y si no eres capaz de recordar lo que otros han vivido como buena noticia de Dios en sus vidas, recuerda lo que tú mismo has podido experimentar en la tuya, y contempla lo que ahora estás viviendo, pues hoy, en esta eucaristía, te recibe el que te ama, te acoge el que te cura, te invita a su mesa el que te salva.
Y esta experiencia de fe nos orienta para definir una segunda condición para una relación cristiana, para una relación según Dios, con los demás: No corrijas si no te sabes amado, curado, salvado.
Habréis observado que ese modo que tiene Jesús de “corregir” es expresión perfecta de lo que Jesús es para los “necesitados de corrección”, o más exactamente, es expresión perfecta de lo que el Verbo eterno, el Altísimo Hijo de Dios, ha escogido hacerse por nosotros y ser para nosotros: pequeño y siervo, humilde y entregado. Anota, pues, hermano mío, una nueva condición para la corrección fraterna: No corrijas si no te haces pequeño y humilde, si no te entregas a todos para servirlos a todos.
Ahora, de labios de Jesús, del que te ama, del que te salva, ya puedes escuchar de nuevo las palabras del Evangelio: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, habrás salvado a tu hermano”. Corrige para salvar. Ama para corregir. Aprende de Jesús para amar. Escucha su palabra para aprender. Haz silencio en tu interior para escuchar.