jueves, 28 marzo, 2024

NUEVO NÚMERO MONOGRÁFICO DE VR PREPARANDO EL SÍNODO…

LUIS ALBERTO GONZALO DÍEZ-JUAN MARÍA GONZÁLEZ ANLEO-DAMIÁN M. MONTES-JOSELA GIL-CONSUELO FERRÚS-LUIS MANUEL SUÁREZ

Reflexionan juntos sobre los jóvenes, sus rasgos y posibilidades para inaugurar la vida consagrada de este tiempo.

DE LA INGENUA TRANQUILIDAD A LA SANA OCUPACIÓN

(Luis A. Gonzalo Díez). La Revista Vida Religiosa está haciendo una reflexión sobre la juventud. Más concretamente sobre la capacidad para conectar con la realidad de la juventud y ser un camino posible para la realización vocacional de los jóvenes en este tiempo. Nos hemos servido para ello del indudable impulso que el papa Francisco ha hecho a toda la Iglesia con la próxima convocatoria del Sínodo sobre Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional.

Cada vez que reflexionamos sobre los jóvenes experimentamos un juego maniqueo que más que centrarnos, nos desplaza. Queremos reconocer, sin duda, los valores que acompañan a la juventud y, a la vez, terminamos subrayando, sin embargo, que la incapacidad para sumarse a valores de eternidad, o la fidelidad y constancia son su «talón de Aquiles». En el fondo mantenemos un doble lenguaje que expresa la lejanía entre lo que decimos comprender y, de facto, comprendemos.

Nos parece que la cuestión de los jóvenes no es para la vida consagrada un tema. Es el tema del siglo XXI. Una asignatura desplazada constantemente, de convocatoria en convocatoria, esperando que alguien haga el milagro de aprobárnosla, sin que suponga esfuerzo y cambio a nuestras estructuras sedientas de juventud. Algo verdaderamente imposible para quien esté buscando la verdad.

No se trata de ponernos la venda antes de experimentar la herida. Nos tememos que la herida tiene una dimensión tal que no sirven estilos de vendaje que por pequeños o trasnochados hablen de una juventud que no existe, ni probablemente existió jamás. Proponemos pasar de la ingenua tranquilidad a la sana ocupación. Los jóvenes y sus formas y necesidades nos traen la noticia verdadera de la nueva consagración. En sus valores a veces inquietantes y ambiguos está la moción del Espíritu, que anuncia vida a quienes sepan entenderla y acompañarla. Sus presencias y ausencias, nos indican también las presencias con vida que hay que cuidar y los lugares en los cuales fuimos, pero no tiene sentido seguir forzando una presencia que no es. La inestabilidad económica de sus proyectos de futuro, nos invitan –a gritos­– a reconocer que nuestras economías no tienen futuro porque se articulan, casi exclusivamente, a garantizar estilos que no tienen porvenir. Todo esto nos empuja a transformar un tanto nuestra reflexión. No consiste en saber qué nuevas palabras podemos decir a los jóvenes, cuanto escuchar qué propuestas de nueva consagración estos jóvenes, los que Dios quiere, necesitan expresar y vivir.

La vida consagrada nunca se ha separado de la necesidad de conectar y comprender a los jóvenes. Sabe que si lo hiciese estaría aceptando su final. Sin embargo, siendo honestos, se puede afirmar que una buena parte de la vida consagrada vive alejada –muy alejada–de la realidad de los jóvenes. Con lo cual la sensación de fracaso y esterilidad es todavía más profunda. No necesitan, los jóvenes, palmaditas o el protagonismo infantil que suelen concederles nuestras actividades, necesitan espacios creíbles por lo profético de sus inspiraciones. Necesitan escenarios no contaminados ni de protagonismos, ni de economías, ni de celos. Espacios sanos donde no se barajen constantemente estilos de unos frente a otros. Lugares gratuitos, sin vetos ni posturas incuestionables. Necesitan modelos en los cuales se puede creer por lo que viven y no tanto por lo que escriben o colocan en letreros luminosos en sus capítulos provinciales o generales porque lo exige el guion.

Hace ya unos años, un pastor diocesano manifestaba su dificultad para –literalmente– «aguantar a los jóvenes». Ese mismo pastor, –casualidades de la vida–, escribía unos meses después una carta pastoral en la que pomposamente decía «jóvenes, los obispos estamos con vosotros». Es verdad que la carta no la leyeron muchos jóvenes –problema que se debería analizar– pero estimo que la mayor dificultad la tienen nuestras estructuras cuando mantienen un doble lenguaje, el del texto y el de la vida que no se encuentran. Hay mensajes de amor que son auténticas bofetadas cuando están plagados de mentira o interés propio. El clamor de la Iglesia con los jóvenes no puede nacer de la necesidad que tenemos de ellos, tampoco porque estamos aprendiendo a tolerarlos; ha de nacer de un amor apostólico que significa compromiso de transformación o de la pregunta interna e intensa sobre qué está sugiriendo Jesús en el corazón de quien lo busca. ¿Qué celebración, qué oración, qué comunidad, qué misión está gimiendo el Espíritu en muchos jóvenes que hoy no están en los ámbitos de Iglesia?, ¿Qué hay de verdad y personalización en nuestras «dinámicas aproximativas» a la juventud?

Sería excelente que la preparación del Sínodo fuese tan honesta que nos capacitase para escuchar las «críticas» de los jóvenes sin por ello sentirnos heridos. Como decía Francisco en la carta de presentación del Sínodo, en sus críticas[1] podemos encontrar la verdad que en el espejismo de nuestro cumplimiento no logramos descifrar. Escuchar de verdad y no solo a los míos, o a los que les garantizo una juventud cómoda. Escuchar a los que sufren por la herida de verse abandonados por una Iglesia o congregación a la que le dieron la sinceridad que podían dar. Escuchar a quienes lloran por la terrible injusticia de una sociedad que, sistemáticamente, «mira para el otro lado». Escuchar y explicar que nuestras presencias no son para garantizarnos, sino para servir y formar nueva humanidad. Los religiosos en concreto, podemos hacernos infinidad de preguntas solo dejándonos mirar por los jóvenes. Podemos interrogarnos por la honestidad de nuestras soflamas y reivindicaciones o nuestras campañas vividas en «sana armonía» con los silencios comunitarios. El trabajo en pastoral de juventud exige, por supuesto, honestidad y, por ello, capacidad. No bastan los guiones propuestos exigiendo adhesión; no basta el discurso y la reflexión en «un deber ser invivible»; no bastan los artificios comunitarios inexistentes e imposibles; no bastan las acciones puntuales perdidas en un mundo de espectáculo y ruido. Tiene que haber todo esto, pero tiene que darse en el contexto de la vida compartida, la pregunta sincera y el futuro, con su segura inseguridad, como horizonte común. El joven y la joven que se pregunta por el reino debe percibir que las estructuras más parecidas a él son las comunidades de vida consagrada. Y si no lo son, no hay que cambiar a los jóvenes, hay que demoler las estructuras.

«Con qué lo compararíamos» le gustaba decir a Jesús… Con un grupo de hombres y mujeres que siendo mayores tienen el corazón joven porque no han dejado de soñar con un mundo nuevo. Se parece a estos hombres y mujeres cuando no viven para la propia comodidad y su propio calendario de médico, espectáculo, academia o gimnasio. Aunque se preocupan de sus hermanos o hermanas cuando están enfermos, quieren que se diviertan, tengan vida propia y gocen. Se parece a un grupo de adultos que son tan libres que tienen caja común, de las de verdad. Todos iguales, absolutamente iguales, sin resquicios, economías paralelas, amistades posibilitadoras o vidas a medias. Se parece a estos hombres y mujeres que saben querer, y llorar, porque han integrado la virginidad fecunda, la que se implica y hace vida de camino con el corazón roto, pero con latidos reales, nombres reales e historias reales. El reino lo compararíamos con la inquieta transformación que promueven hombres y mujeres al borde del camino, sin fuerza ni inmuebles, que saben que no son la solución, pero inspiran a quienes tienen que ofrecerla. El reino se refleja en quienes toman por obra ofrecer la misión de lo imposible… Lo posible lo ofrecen los mercados.

Nos dicen los jóvenes con sus discontinuas propuestas que se enamoran de los sueños imposibles, de lo que casi es irreal. Están saturados de tanto realismo y cálculo; tanta previsión y negocio. Es el momento, escuchándolos, de poner nuestras estructuras entre paréntesis, reconocernos las personas consagradas y animarnos, comunitariamente, en el recuerdo de por quién y para quien estamos donde estamos. Creemos que, si aparece la figura feliz del consagrado, –hoy bastante difuminada–, aparecerá el joven y la joven capaz de recrear el carisma para este presente.

 

[1] Cf. Papa Francisco, Carta de presentación del Sínodo, Los jóvenes, la fe y
el discernimiento vocacional.
(13.01.2017).

 

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