En quienes se llenan de él, el Espíritu de Dios produce un efecto que puede parecer semejante al que causa en los borrachos el “espíritu del vino”: Salen de sí.
Esa plenitud del Espíritu de Dios que a todos alcanza en la comunidad apostólica, es luz que a los discípulos los lleva al conocimiento del misterio de Cristo, y es fuente de inspiración para que puedan anunciar lo que han conocido.
El Espíritu pone verdad en las palabras, clarividencia en la mirada, alegría y paz en el corazón.
Lamentablemente, para los creyentes, para los ungidos por el Espíritu, siempre ha sido posible reducir la fe a ideología, el misterio a palabras que lo anulan, la salvación a doctrina que se aprende.
El misterio de Pentecostés, misterio del Espíritu dispensado a manos llenas, me devuelve a los días en que se cumplía el misterio de la encarnación, cuando el Espíritu de Dios, como nos recuerdan los relatos de la infancia de Jesús, se movía dejando fuera de sí por la alegría y la fiesta a todos los que llenaba:
“Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, a voz en grito, exclamó: « ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a visitarme? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa la que ha creído, porque lo que el Señor le ha dicho se cumplirá”.
“Zacarías se llenó de Espíritu Santo y profetizó”.
La historia de Simeón, hombre justo y piadoso que aguardaba el consuelo de Israel, muestra cómo el Espíritu Santo se le revela, lo mueve, lo inspira para que vea lo que los ojos no pueden ver, y profetice pronunciado palabras que sólo pueden nacer en los carriles del misterio contemplado.
Necesitamos sobre nuestra vida la alegría, la paz, la fiesta, el fuego que trae consigo la efusión del Espíritu.
Ven, Espíritu Santo, enséñanos a decir: “¡Jesús es Señor!”, sólo Jesús es Señor, no hay más Señor que Jesús. Ven y enséñanos a decir: El forastero es Señor, el hambriento es Señor, el sediento es Señor, el desnudo es Señor, el enfermo es Señor, el encarcelado es Señor. Ven y llévanos a Cristo, haz que aprendamos a Cristo, que hagamos nuestros los sentimientos de Cristo: transfórmanos en Cristo, “entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos” con la semejanza de Cristo.
Tú, que santificas y transformas el pan de nuestra eucaristía, transforma en Cristo Jesús el pan de nuestra vida, de modo que, en Cristo, todos formemos un solo cuerpo y un solo espíritu.
“Ven, dulce huésped del alma”.
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