Cuando oímos: “Hoy nos ha nacido un Salvador”, oímos una revelación que hace estremecer de alegría la oscuridad de la noche.
Cuando en la fe acogemos la palabra del Señor: “Ha aparecido la gracia de Dios”, la vida, por el oído, se nos empapa de esperanza.
Mientras nosotros aprendemos a creer, los ángeles, que ya han entrado en el misterio de la noche santa, alaban a Dios, diciendo: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”. Y cuando celebrando el misterio hayamos visto lo que hemos oído, cuando la fe haya iluminado con su luz nuestro corazón, también nosotros, “dando gloria y alabanza a Dios”, volveremos al quehacer de cada día.
Volveremos como los pastores a lo cotidiano, pero ya nada será lo que era: Ya nadie puede devolver al cielo la paz que del cielo ha venido, y nadie puede privarnos de la alegría por el niño que se nos ha dado, por el Salvador que nos ha nacido, por la paz que del cielo ha bajado a la tierra; ya nadie puede privarnos de la libertad que nos da sabernos amados de Dios, cuidados por Dios, recibidos en Dios; ya nadie puede apartar de nuestra noche la luz de la Navidad.
Es un misterio:
Cuando oímos: “Hoy nos ha nacido un Salvador”, se nos anuncia un misterio en el que habremos de entrar si queremos que su luz ilumine lo que somos y lo que hemos de hacer.
Ese misterio el apóstol lo llamó gracia y salvación, cuando dijo: “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres”. De esa gracia y salvación hablaba también cuando dijo: “Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza”. Y se refería al mismo misterio cuando, para nuestra enseñanza, escribió: “Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”.
Mira hasta donde ha bajado el Señor de los cielos, admira al Verbo de Dios hecho hombre por ti, contémplalo hecho camino para que puedas ir a la casa que Dios ha preparado para ti desde la creación del mundo.
Tú, hija del tiempo y, como el tiempo, fugaz y medida, pretendiste apropiarte de lo que era eterno, y te atreviste con el árbol del conocimiento del bien y del mal. Y el Verbo eterno, Dios de Dios, Luz de Luz, para darte lo que era suyo, asumió lo que era tuyo, y se hizo hombre, como tú fugaz y medido; y la Sabiduría radiante e inmarcesible, efluvio del poder de Dios, irradiación de la luz eterna, para que conocieses su designio eterno, hubo de aprender a balbucear como un niño nuestras pobres palabras.
Tú, para hacerte un nombre que no te correspondía, pretendiste alcanzar el cielo levantando una torre hacia lo alto. Y el Verbo que estaba junto a Dios desde el principio y era Dios, para darte un nombre que no tenías, hizo su torre hacia lo hondo, y se hizo hombre, se hizo niño, se hizo pequeño, y hallándote no sólo frágil como un niño sino también clavada a la cruz de tu condena, bajó a lo más oscuro de tu noche, se abrazó a lo más alto de tu cruz, para que renacieses con su gracia, vivieses con su vida, subieses con él a su cielo.
Es un camino:
Lo recorrió el que nos precedió: el Verbo hecho carne.
Siguiéndole a él, aprendimos que a Dios se va por el camino de los pobres, que a lo alto se llega bajando, y que tanto más grande uno será cuanto más pequeño y siervo de todos uno se haya hecho.
Siguiéndole a él, aprendimos a compartir, no el pan que nos sobra, sino el último puñado de harina que nos queda, el último aceite de la alcuza, lo necesario para la vida, hasta dar la vida misma.
Siguiéndole a él, hemos declarado abiertas las fronteras de la casa, hemos abierto de par en par el corazón, hemos empezado a construir, después de haberlo soñado en el regazo de Dios, un mundo nuevo, un mundo de hermanos que se aman porque Dios los ama.
Bautizados en Cristo, nos hemos revestido de Cristo, y éste es el uniforme que se nos ha dado: misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión.
En tu corazón de creyente resuena como un estribillo el mandato: “Haced vosotros lo mismo”. El que te instruye, dice: “El Señor os ha perdonado”, y tu corazón responde: “Haced vosotros lo mismo”. El mismo Señor te enseña: “Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies…”; y tú, que guardas en la memoria la enseñanza, ya vas diciendo antes de que él lo diga: “Haced vosotros lo mismo”. Y si lo oyeses decir: “Como yo os he amado…”, róbale las palabras para repetir: “Haced vosotros lo mismo”.
Arrodillarse a los pies de los hermanos es el secreto para hacer fuerte la unión en la familia, la vida en el pueblo de Dios, la paz en la comunidad civil. Él lo hizo, el Maestro y el Señor: “Haced vosotros lo mismo”.
De ese modo, arrodillado, Jesús se manifestó como hijo del hombre. De ese modo, arrodillados, nosotros nos manifestamos como hijos de Dios.
Un abrazo de vuestro hermano menor.