EL VIRUS DE LA SOLEDAD

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(L. A. Gonzalo Díez). En la vida consagrada se percibe, con facilidad, que algunas personas están solas, otras se sienten solas y que un número notable no sabe gestionar la soledad.

Se nota mucho que no nos hemos elegido entre nosotros… Es más, puede haber personas que sospechan que jamás nadie las elegiría.

Forma parte de la antropología la necesidad de ser importante para alguien. Que alguien te necesite y necesitar a alguien. Forma parte de la normalidad. Así, descubierta y aceptada, se abre el camino de auténtico encuentro con Dios. Saltar, de repente, de la soledad más estéril a la relación más auténtica con el Padre… como que además de imposible es inverosímil.

Ciertamente la fe cristiana se asienta en la plena conciencia de sabernos escritos en el corazón de Dios. Él es el único y la única instancia que nos evoca el significado del verdadero amor. Su razón de ser es querernos a cada uno, con amor original y libre, sin contraprestación ni respuesta. Nos ama porque es Padre y porque es Padre es amor absolutamente incondicional.

No nos cansamos de repetirlo, sabedores de que así es y así debe ser. Sin embargo, al repetirlo, descubrimos la fragilidad porque la experiencia de amor por quien es Todo Amor, necesita el reflejo de la experiencia humana del mismo. Llamar a Dios Padre, necesita que en la memoria y la retina de quien lo pronuncia conozca la experiencia gratuita de cómo ama un padre. Reconocer el perdón de Dios que invita a ser reconciliación con uno mismo y con los demás, necesita previamente haberte perdonado en tu frecuente infidelidad y flaqueza; necesita haberte reconocido querido justamente cuando te has equivocado y no haberte sentido humillado, despreciado o apartado por tus semejantes. Cuando decimos que el amor de Dios basta y llena la vida –que además es verdad– necesitamos haber experimentado y experimentar lo que significa la donación total, el amor porque sí, la gratuidad, el enamoramiento y la dilatación cordial de la vida.

En el origen de la consagración está el amor, no la disciplina ni la voluntad. Se nota mucho que hemos suplido la carencia de amor con la voluntad del deber. Hoy, a la hora de diagnosticar y proponer caminos de vuelta a la felicidad de los consagrados, nos damos cuenta que tenemos demasiadas herramientas; mucha historia y muchas historias; mucha soledad disfrazada; mucho ego… justamente porque o se ha silenciado o no hay experiencia de amor. El camino de vuelta no son los proyectos organizativos, sino propiciar espacios y experiencias para que los consagrados se miren en el espejo del amor. Hablen, disciernan, reflexionen y oren desde la experiencia de Dios, solo amor. El horizonte es el encuentro con Dios para alcanzar la generosidad; el camino previo es que cada persona aprenda a querer y a quererse. Y para ello hacen falta maestros… no de buenas palabras sino de buena vida, que no se sonrojen y sepan dar testimonio de lo que es amar… al estilo de Jesús.