viernes, 29 marzo, 2024

NÚMERO DE VR, ABRIL DE 2021

Sumario

En camino, Alberto Ares

Mirada con lupa, Hans Zollner, la voz de la Iglesia frente al abuso sexual a menores:«La formación y prevención no es solo de expertos, es de toda la Iglesia» L. A. Gonzalo Díez

Organizar o inspirar:

¿Administrar el pasado o convertirnos al futuro de Dios?, Álvaro R. Echeverría

Seguir un sueño capaz de inspirar toda una vida, Mercedes L. Casas

Felicidad: Abandonar seguridades y abrirnos a la intemperie, Juan Carlos Fuertes

El aggiornamento del siglo XXI, Gemma Morató

La vía de la innovación es la comunión entre hermanos, Alejandro Moral

Hablando en dialecto, Dolores Aleixandre

Retiro: Sacramentos del amor compasivo de Dios, Santiago Agrelo

Vivir es así de simple, José Tolentino de Mendonça

Nace otra comunión… otra comunidad, Luis A. Gonzalo Díez

La Misión de la vida consagrada frente a los abusos, Hans Zollner

Pan-demia y Nico-demo: ¿alarma o alerta?, José Cristo Rey G. Paredes

¡Hagamos que suceda!, Daniela Cannavina

Lectura recomendada, Francisco J. Caballero

El legado para una nueva era

(Luis A. Gonzalo Díez).El envejecimiento de la vida consagrada es un dato objetivo que no necesita mucho comentario. Las estadísticas implacables arrojan una media de edad que, querámoslo o no, nos dice que formamos parte –como conjunto– de la denominada «tercera edad». Para algunos es un argumento sin paliativos para decir que nos acabamos, o que somos de otra época. Otros piensan que esta situación es consecuencia del «despiste» ante los grandes principios. Hay quien se atreve a ver en ello un proceso de mundanización… entendiendo por tal, vaya usted a saber cuantos desmanes. Lo difícil es entender esta situación y estos signos desde la mirada de Dios. Desde lo que dice y quiere el Espíritu. ¿Por qué en este siglo XXI nuestras familias religiosas son tan mayores?¿Qué nos está pidiendo el Espíritu ante esta realidad? Esa es la cuestión. Más que cambiar la situación creo que lo urgente es entenderla y asumirla… de lo contrario el supuesto cambio sería una argumentación para volver a sentir la fuerza de nuestras obras, el prestigio de nuestra acción. Confirmación no tanto de Dios, sino de nosotros.

Acompañando procesos de preparación de capítulos –para cuando se puedan celebrar– descubro que la vejez, quizá por evidente, no se trata. Ni se abarca. Ni se menciona. Me cuestiona mucho porque me da la sensación de que no se acaba de asumir y una vez más, pretendemos que las palabras solemnes invitando a ser intrépidos consigan sacar a nuestras familias de su tiempo cronológico y vital que pide, por el contrario, sosiego, paz, ralentización de los tiempos y cuidado. Quizá sea lo conveniente pero sospecho que seguir proyectando «como si fuésemos jóvenes» nos despista, todavía más, de la misión que el Espíritu pide a los consagrados en este siglo. Es cierto que se trata de animar el sentido corporativo que invita a celebrar aun aquello que yo no pueda vivir. Así los jóvenes acogen el paso lento de sus hermanos mayores y éstos celebran el riesgo misionero de sus hermanos más jóvenes. Pero este sentido corporativo, también tiene brechas. Está herido. Quizá por falta de palabras y diálogos; quizá porque también necesita ser leído, no por nosotros, sino por el Espíritu con nosotros.

José Carlos Ruíz en su Filosofía ante el desánimo, aborda la cuestión de la vejez. Nos viene bien acercarnos a su visión sin edulcorante. Dice él que: «El sistema de consumo ha logrado por fin el sursum corda perfecto, la cuadratura del círculo. Ha conseguido que olvidemos la identidad de nuestra edad y nos situemos dentro de la tendencia sin sentir la más mínima incomodidad». Por eso quizá planifiquemos, organicemos y dirijamos como si estuviésemos en la mitad de la vida, aunque tengamos muchos años y es que –continua diciendo Ruiz– nos obsesionamos con tratar de que no pase el tiempo «por nosotros» ni tampoco «en nosotros». Pero el tiempo, leído desde el Espíritu, felizmente pasa y en él nos muestra el sentido de todo lo que en el vértigo del instante no siempre podemos ver.

La vida consagrada está envejecida. Esta es la realidad de la luz de su Pascua. Lo que puede ofrecer no son propuestas firmes, ni mano de obra arrolladora de Reino. Puede, eso sí, ofrecer una herencia. Un legado. Una tensión de libertad que las generaciones siguientes han de dar forma y sentido; han de poderla dialogar con sus contemporáneos. El legado de la vida consagrada actual, en esta Pascua que sueña inmunidad, no puede consistir en una nueva revisión, o en reiteración de valores que ayer fueron, o triunfos que el pasado propició. Quizá, si escuchamos al Espíritu, dejamos de «forzar» la cronología y permitimos que los consagrados testimonien, como novedad, el legado de hombres y mujeres mayores, artistas de la vida, que son felices en su historia y edad. Y –como acertadamente apunta Javier Gomá– «Artista de la vida es quien por principal ocupación cuida de sí propio y de los demás: amor, amistad. Y puede hacerlo con una benevolencia nueva que nace de la aceptación de las cosas y de uno mismo, roto ese espejo puesto por la sociedad que nos apremiaba a ser útiles». Porque el legado es anunciar, no repetir; disfrutar mientras nos consumimos y no agotarnos mientras cumplimos.

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