¡BOZA! ¡BOZA! ¡BOZA!

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Hace unos días celebrábamos la fiesta de San Lorenzo, diácono –entiéndase: servidor- y mártir –entiéndase: testigo de Cristo y de su evangelio-.

Al diácono, la autoridad constituida le pidió que entregase sin demora los tesoros de la Iglesia, tesoros que no le correspondían a la Iglesia sino a la autoridad.

El servidor pidió tres días para restituir lo que se le pedía, y, cumplido el plazo, se presentó delante de la autoridad con el enjambre de pobres a quienes servía en el ejercicio de su ministerio.

En su diácono, en su Iglesia, Dios se hacía de casa para los pobres.

Después de la fiesta del servidor de los pobres, celebramos la solemnidad de la esclava del Señor, la humilde enaltecida a lo más alto del cielo.

Y hoy, en el domingo, la palabra de Dios nos sorprende con una paradoja: “La Sabiduría se ha construido su casa… ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado sus criadas para que lo anuncien”. ¿Y a quiénes llevan su mensaje las criadas? ¡A los inexpertos y a los faltos de juicio!

Ahora, Iglesia convocada al banquete, fíjate en el pan que la Sabiduría ha preparado, en la bebida de vértigo que ha mezclado: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo… El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”. Lo dice Jesús de Nazaret, la Sabiduría que ha puesto su tienda entre nosotros. Es Ella quien, en Cristo Jesús, se nos ofrece. Es Ella, en Cristo Jesús, el pan de Dios para ti.

Y fíjate también en quiénes comen y beben a la mesa de la Palabra hecha carne, a la mesa de Jesús de Nazaret. Allí comieron y bebieron –fueron liberados, curados, perdonados-  enfermos y endemoniados, mujeres postradas con fiebre y con flujo de sangre o poseídas por espíritu inmundo, leprosos y paralíticos, ciegos, sordos y mudos. Allí comieron y bebieron publicanos y pecadores, y también aquella mujer, la de las lágrimas y los perfumes, que todos conocían en la ciudad. A la mesa de Jesús te sientas tú, allí comen y beben tus hijos, todos bañados en misericordia divina, embellecidos de gracia divina, hermanados por el Espíritu de Dios.

Allí aprendes que el evangelio es para pobres, que el reino es de los pobres, que a la mesa de la Sabiduría sólo los pobres se pueden sentar. Allí aprendes que la Iglesia es para pobres, que no hay Iglesia si no es de los pobres, que Jesús y tú sois para los humildes y los hambrientos, para los inexpertos y los faltos de juicio, para desechados, descartados, prescindibles.

Sólo ellos cantarán con el salmista: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”. Sólo ellos podrán decir con María de Nazaret: “Proclama mi alma la grandeza del Señor”. Sólo en su corazón y en sus labios es posible el grito de victoria de los pobres: ¡Boza! ¡Boza! ¡Boza! “Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca… Los ricos empobrecen y pasan hambre; los que buscan al Señor no carecen de nada”.

Entonces se te llenan de sentido las palabras del Apóstol: “Cantad, tocad con toda el alma para el Señor. Dad siempre gracias a Dios Padre por todo, en nombre de nuestro Señor Jesucristo”.

Da gracias, Iglesia cuerpo de Cristo, da gracias por el pan y el vino que el cielo ha preparado para sus pobres, para tus hijos maltratados, deportados, abandonados, despreciados, humillados.

Feliz domingo. ¡Boza! ¡Boza! ¡Boza