Liderazgo: inteligencia emocional en las organizaciones (I)

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Aparecen hoy, después de 50 años, suspiros de agotamiento en el esfuerzo posconciliar de renovación; cunde cierta inercia o pasividad, doblegado ya aquel inicial entusiasmo, ante síntomas que preludian fin de ciclo histórico, ante cambios sociales sustantivos que anegaron el occidente en agnosticismo pagano, que diluyeron como por ensalmo la religiosidad de enteras generaciones juveniles. Algunos vislumbran, tras este ocaso, nuevo renacimiento, cambio de ciclo histórico y una consiguiente reacción pendular, que impulsará la vida consagrada hacia reformas tan radicales como las que protagonizaron en los siglos XVI o XIX pioneros fundadores religiosos. Quizá ese resurgimiento, adelantado ya el siglo XXI, y al compás de un nuevo tiempo, eclosionará no tanto por aliento de “superiores resonantes” (que, desde luego, bienvenidos sean), sino de auténticos maestros de vida evangélica, quienes, además de su “inteligencia emocional”, aporten, sobre todo, una muy profunda y auténtica experiencia religiosa para confortación de tantos discípulos que pululan por ahí algo desorientados.
Aquí no manda el corazón sino el cerebro
Durante lustros se aplaudió en colegios, catequesis, seminarios y noviciados, la excelencia académica, las buenas notas, o sea, el alto “CI” (coeficiente – cociente – intelectual) y también durante mucho tiempo se creyó que los “listos”, las muchas matrículas de honor, aquellos jóvenes de superior inteligencia y mayor rendimiento académico, los mejor dotados en capacidades artísticas, culturales o científicas, eran presagio certero, el más claro indicio, de carrera al episcopado, al superiorato. Hoy, sin embargo, se ha puesto de moda otro discurso de enfrentamiento (contraposición) entre inteligencia cognitiva e inteligencia emocional; hasta el paroxismo de quienes pronostican (con inocente exageración) que ya no será en adelante tanto el “Coeficiente Intelectual” (CI) sino el “Coeficiente Emocional” (CE) la verdadera medida de la inteligencia humana.
¿Dónde reside y en qué consiste esa inteligencia emocional?
– Muy someramente cabe responder que la IE radica sobre un axioma psíquico: el de la “satisfacción diferida”, o sea, capacidad de control inteligente sobre las propias pulsiones, instintos, motivaciones, emociones y sentimientos. Por ejemplo, trabajar duro al presente en previsión de poder el día de mañana alcanzar una buena posición profesional; ahorrar, sacrificarse ahora, para, en unos cuantos años, gozar de desahogada fortuna o disfrutar de un sustancioso plan de pensiones; dominar el impulso inmediato y que sus apremios no distraigan en la ejecución correcta de una importante tarea. Es decir, IE consiste en controlar racionalmente los impulsos momentáneos que incitan al placer, aquí y ahora, en previsión, bien calculada, de otros logros y superiores gozos, dentro de un plazo futuro que ahora no aparece evidente.
El niño capaz de posponer un consumo inmediato de chucherías, que domeña su instinto dilatando voluntariamente esa satisfacción actual en orden a conseguir, pasado mañana, otro premio superior, prometido por su educador, muestra ya esbozos de “inteligencia emocional”. Se trata de un triunfo del “cerebro racional” (neocórtex) sobre el hipotálamo o “cerebro emocional”. Un joven que pospone la diversión a sus deberes de estudio, que dosifica adecuadamente trabajo y vacación, capaz de desdeñar una satisfacción sexual inmediata pero inconveniente, que practica regularmente el deporte, en vez de sestear, quien se morigera voluntariamente en el consumo de alcohol y tabaco, los que soportan dolor físico, frustración, duelo por la muerte de un ser querido, sin abatirse o venirse abajo, todos estos denotan capacidad de control racional sobre los propios estados afectivos, dan indicios de superior “inteligencia emocional”.
En la analítica evolutiva del cerebro humano aparece, como en las excavaciones arqueológicas, tres estratos, tres capas superpuestas, que desvelan allá abajo, en el fondo, restos de nuestros antepasados antropoides. Se trata de vestigios neuronales antiguos que conviven con la actual y superior corteza cerebral propia del homo sapiens. El más primitivo y arcano de esos tres cerebros es el hipotálamo (ese que nos asemeja a los reptiles) y que es fijo, atávico, compulsivo, rígido, obsesivo, difícilmente controlable, de tozudez paranoica, pues que no se modifica con la experiencia acumulada, ni escarmienta con tropiezos sucesivos. De este cerebro primitivo emanan nuestros miedos profundos, terrores nocturnos atávicos, un pánico incontrolable, el ciego instinto de supervivencia, nuestra innata agresividad, las pulsiones animales más prehistóricas y fuertes. Su primitivismo, su incivilidad, lo hacen casi ingobernable.
El sistema límbico, situado por encima del anterior, es cerebro propio de mamíferos, y presenta avances evolutivos por lo que refiere a emociones positivas como el apego materno infantil, moción al cuidado de las crías, variados sentimientos afectuosos conyugales derivados de la sexualidad, sociabilidad entre miembros de un mismo clan, motivación de atención altruista hacia parientes, jerarquías familiares de status. En emociones negativas el sistema límbico redefine y sofistica la instintiva pulsión agresiva en sentimientos como enfado, malhumor, hostilidad, odio, rivalidad y lucha competitiva por el territorio, por el emparejamiento y la supremacía.
Finalmente el neocórtex o cerebro superior, el más moderno, es sede de la razón, del pensamiento, de las capacidades lingüísticas, de operaciones informáticas complejas tales como inducción, deducción e intuición, creatividad, planificación, análisis y síntesis; impulsa o hace sentir aprecio e interés por el arte, la técnica, la cultura; es acicate al desarrollo intelectual; es foro de la conciencia moral, santuario de la religiosidad.
En este edificio neuronal de tres plantas, no siempre hay buenas comunicaciones internas entre pisos, no siempre ascienden a la última plataforma las respuestas emocionales (instintivas) originadas más abajo, en el sistema límbico y en el hipotálamo. Pues tal elevación requiere esfuerzo y tiempo, exige activar un circuito llamado “ruta neuronal larga” que es la que conecta los dos cerebros inferiores con el neocórtex superior. Para cualquier animal lo más cómodo e inmediato es descargar de forma compulsiva e incontrolada esos bajos impulsos, utilizando la vía rápida, la, así llamada, “ruta neuronal corta o periférica” (que no pasa por el control del neocórtex). De modo que, el sistema límbico (hipotálamo, amígdala cerebral, región septal), en las personas de poca sabiduría emocional, actúa por su cuenta, al margen de todo procesamiento inteligente. Y así, afecciones como miedo, agresividad, orgullo, enfado, sorpresa, repugnancia, pulsión sexual, atractivo o agrado interpersonal, amor, felicidad, depresión, tristeza, infelicidad, al no ser filtradas por el tamiz racional del neocórtex, dejarán a la afectividad humana fuera de gobierno y a los estados de ánimo sujetos a vaivenes bio-psíquicos imprevisibles, aquellos que dicte el instinto ciego de “búsqueda del placer y evitación del dolor”.
En otras palabras, la cantidad de conexiones neuronales que una persona logre entretejer mediante entrenamiento, ejercicio y práctica (o ¡ascética!), entre su sistema límbico y el neocórtex, será la medida de su “Inteligencia Emocional” (autocontrol o dominio voluntario sobre los propios estados de ánimo, sentimientos y emociones). Es, pues, la IE sinónimo de señorío sobre el complejo mundo de la afectividad; soberanía que implica: manejo voluntario, análisis consciente de los estados de ánimo, capacidad para el afrontamiento valiente y directo de las propias emociones, ya sean positivas (alegría, felicidad, optimismo) ya negativas (frustración, celos, envidia, enfado, ira, agresividad, angustia). Una persona madura emocionalmente, capaz de procesar con lucidez y soltura sus estados de ánimo, no se acobarda ante ellos, aun cuando sean violentos o negativos; no los reprime, sin más, enviándolos al inconsciente como si no existieran (es lo que hacen los neuróticos). Tales “mecanismos defensivos”, si frecuentemente utilizados, tienen lamentables consecuencias en el estado de ánimo del sujeto y en el trato de éste con su entorno social, pues los sentimientos reprimidos (o desterrados al inconsciente) no pierden por eso su fuerza constrictora, más bien sumergen a la persona en un estado de angustia difusa y de ansiedad inespecífica: la ponen de mal humor, la deprimen, la descentran. Por el contrario, un inteligente emocional reconocerá y será capaz de analizar sus propias emociones, desenmarañando sus pícaros disfraces, sus confusas mezclas, (orgullo y cólera con fracaso y humillación; amistad, misericordia o compasión, con pulsión sexual, orgullo, egocentrismo y narcisismo; tristeza y timidez con temor al fracaso, al ridículo; optimismo y euforia exagerados como disimulo a la propia inseguridad o como sordina al pánico inconsciente por la soledad, entre otros ejemplos). Un inteligente emocional domeñará la intrusión de aquellos estados de ánimo inespecíficos o difusos que deterioran su rendimiento intelectual y laboral, que deprimen su ánimo, que oscurecen su lucidez mental. En términos neurológicos inteligencia emocional significaría capacidad adquirida por un sujeto para procesar conscientemente en el neocórtex los impulsos y emociones que provienen de cerebros inferiores; cuantas más conexiones neurológicas logre establecer, mayor será su inteligencia emocional.
Fue Daniel Goleman, en la Universidad de Harvard, quien comenzó allá por 1995 una campaña divulgativa de los logros de Peter Salovey (Yale) y John Mayer, haciéndose luego célebre por sus libros sobre “Liderazgo Emocional”. En ellos explica ampliamente Goleman cómo la inteligencia humana procesa, domeña, entrena, las emociones, lo que es campo de amplísimas aplicaciones psicológicas, pedagógicas, sociológicas, empresariales comunicativas y hasta religiosas.
Se han elaborado ya diversos reactivos (cuestionarios o tests) para la medida práctica de esta inteligencia emocional. Seligman y Salovey, entre muchos otros, publicaron instrumentos psicométricos que detectan la cuantía del “Cociente Emocional” en personal comercial y líderes de empresas, en colegios, hospitales, centros asistenciales y residencias. Estos tests miden la capacidad adquirida por un sujeto “para controlar un impulso emocional, posponer un placer, y lograr así una meta superior”. En otras palabras, estas pruebas miden los logros del neorcórtex o cerebro racional sobre el cerebro impulsivo o primitivo; destrezas hasta ahora no detectadas por aquellos comunes tests de inteligencia, únicos que se venían aplicando en los centros académicos.
Se han diseñado incluso pruebas para niños que, ya a muy precoz edad, presentan entre ellos notables diferencias de puntuación en inteligencia emocional: un niño de alta IE se caracteriza por su ajuste o madurez afectiva, capacidad de liderazgo, aptitud para asumir compromisos o arriesgarse a aceptar retos moderados, popularidad social, confianza en sus compañeros y confianza de éstos hacia él. Además, los niños que estas pruebas califican de emocionalmente inteligentes, luego, en los recreos, se observa o constata que tienen un comportamiento apenas huraño (es decir, son más sociables y menos solitarios), denotan un tono afectivo poco tenso, negativo o frustrado y se muestran menos tercos que sus compañeros de CE inferior; estos últimos, por el contrario, sucumben más fácilmente al estrés, sus emociones les atenazan a la hora de hacer bien los deberes o de responder con soltura en clase y no son tan intrépidos, aventureros o creativos, como los niños de alto CE.
Naturalmente, estas investigaciones infantiles se llevan a cabo en perspectiva de futuros adultos, pues se ha demostrado posible educar a niños para mejorar su “inteligencia emocional”, ya que ésta no es sólo herencia genética (no nacemos con ella completamente formada), sino que la podemos ir adquiriendo en buena medida. Es decir, el cerebro infantil está abierto al crecimiento del CE; el neocórtex y el hipotálamo son susceptibles de relacionarse para reforzar vínculos mediante el entrenamiento y la práctica. Los adolescentes todavía conservan abierta (por un poco tiempo) esta ventana neurológica, vía de tránsito que, de mayores, quedará en ellos casi por completo cerrada a mejorías. En efecto, los circuitos prefrontales del cerebro (los que regulan las emociones y el comportamiento) finalizan su proceso de maduración hacia los 12 o 13 años, aproximadamente; pero este límite hay que ponderarlo mirando su otra cara positiva, pues que permite intervenciones educativas de considerable calado durante la edad escolar.
Por el contrario, adolescentes o niños provenientes de ambientes sociales adversos, será muy difícil (por intervención educativa) que maduren emocionalmente, si es que ya su ventana neurológica (la del hipotálamo) se hubiera cerrado definitivamente. Niños de la calle, hijos maltratados, testigos sufridores en devastadores conflictos de divorcio paterno, niños expuestos a abusos sexuales, insultados, humillados, vejados, niños en entornos escolares, familiares, educativos conflictivos, lo tendrán muy difícil para superar sus traumas afectivos y madurar emocionalmente; tanto o más que niños mimados o malcriados por padres complacientes. Controlar de mayores tan negativas afecciones infantiles, sobreponerse a esos sentimientos negativos, a esos miedos derivados de violencia y agresividad, superar su profunda ansiedad e infelicidad, les resultará prácticamente imposible.
Podrían resumirse de manera muy simplificada, en cuatro, los indicadores primordiales de la Inteligencia Emocional; éstos serían: 1º Comprender los propios sentimientos (self awareness). 2º Entender los sentimientos ajenos o “empatizar” con los estados anímicos de los demás. 3º Saber regular el propio flujo emocional (autocontrol) para que aumente la vitalidad y la eficacia. 4º Delicadeza interactiva o sagacidad social (saber manejar adecuadamente los estados anímicos de los demás). Y en tres indicadores se podrían resumir aquellos criterios que discriminan entre personas inteligentes emocionalmente y las torpes: a) Estado del ánimo habitual: buen humor, optimismo (contra pesimismo, depresión y tristeza). b) Susceptibilidad a los accesos emocionales: estabilidad emocional (contra inestabilidad del ánimo o neuroticismo). c) Signo predominante o habitual de las vivencias afectivas: positivo, alegre, feliz, (contra negativo, infeliz o de malestar endémico).