UN DÍA PARA QUIENES ESPERAN…

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 EL SÁBADO DE LA VIDA RELIGIOSA
Es la noche del sábado. Una noche de resaca. «Creíamos que no iba a ser así» decían aquellos de Emaús… Tampoco nosotros creíamos que las cosas irían así. Es más, si de nosotros dependiese, tendríamos más ruido, más juventud y más luz… Pero, no depende de nosotros. El sábado nos empuja a entrar en otra concepción del tiempo y en otra medida del éxito. La vida religiosa y toda la Iglesia, está en el sábado santo en el que viendo, no vemos; no estamos muertos, pero un peso profundo no nos deja disfrutar todavía de la vida.
Estar a la espera o en clave de sábado santo, es un estado difícil… en tensión. Las apariencias nos evocan que no es momento de sueños, que «no hay que proponerse nada que supere nuestra capacidad». Quizá es mejor hacer un cálculo pormenorizado de las fuerzas que nos quedan para que «llegue el aceite». No importa la intensidad de la luz… hay que ahorrar, incluso, la pasión. El sábado, sin la conciencia de que es la antesala del domingo de resurrección, es sólo muerte y convoca a la muerte. Abierto al paso, expectante ante el amanecer que trae noticias, se convierte en un tiempo fecundo. Lleno de sombra, es verdad, pero fecundo porque rehace nuestras fuerzas, nos convoca en lo esencial y nos afirma en lo que queremos ser; hombres y mujeres de fe.  La vida religiosa llegó al sábado un atardecer del posconcilio, hace casi medio siglo, cuando descubrió que para
dialogar con la realidad tenía que hablar el mismo idioma y que para inyectar transcendencia no bastaba decirlo, había que vivirlo en medio del barro. Ante un horizonte difícil, lo fácil es el lamento. Y en alguna ocasión, entonces y ahora, la vida religiosa ante el espejo sólo ha dicho: «¡qué tiempos!» Y así cada día y cada lamento de nuestra vejez, minoría o fragmentación; cada concesión a un estilo de vida empresarial, con o sin cartera, alargan un sábado sin esperanza.
Nuestro sábado no es un final sin más. Es una invitación a la fe. La actitud creativa y creyente es confiar, mucho más, en el sábado santo y, mucho menos, en nuestros ritos para que sea. Los religiosos somos testigos no del fracaso, sino de la posibilidad. La prueba mayor y mejor de ello es la debilidad. Con todo, a pesar de todo y con el peso de todo, sabemos que el sábado no es una espera inútil, es una espera fecunda. Aún más, este tiempo es necesario, imprescindible para que nuestras congregaciones y órdenes dejen de mirarse en el propio espejo y se abran al reflejo de resurrección que nos están regalando otras gentes, otros carismas, otras visiones. Lugares donde no solemos mirar.
Hasta que no volvamos a compartir «cómo ardían nuestros corazones» estaremos cumpliendo el sábado sin disfrutarlo. Y así, es difícil, muy difícil llegar al domingo. No son pocos los que intuyen que algo hay que hacer, pero no saben qué. Quizá más que conservar el carisma, lo conveniente sea airearlo… que pierda culturas de nostalgia y se llene de otra cultura que, como decía Gandhi, sople sobre nuestras comunidades tan libremente como sea posible.