La lucha es de Jesús con el espíritu inmundo. Es una lucha a muerte. En la sinagoga de Cafarnaún es el demonio el que, dando un grito muy fuerte, como de muerte, sale del hombre que le sirvió de morada. En la batalla última, la de la cruz, la de la victoria definitiva sobre el enemigo del hombre, es Jesús el que, dando un fuerte grito, expiró.
En aquel sábado, los testigos de Cafarnaún quedaron asombrados de la autoridad con que Jesús actuaba. Tú, Iglesia rescatada y santificada por su muerte y resurrección, pasmada de la grandeza de su amor, entras hoy en la presencia del Señor, das vítores a tu salvador, bendices a tu creador.
Los testigos de Cafarnaún se preguntaban: _ ¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y obedecen.
El centurión, que en el Calvario estaba enfrente de Jesús crucificado, al ver cómo había expirado, dijo: _Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.
Sobrecoge pensar hasta dónde ha llegado ese hombre por ti, ese Hijo por el hombre, nuestro Dios por nuestra libertad.
Hoy haces memoria de su Cuerpo entregado, de su Sangre derramada, de su autoridad asombrosa, de su amor sin medida, de su pasión por ti, de su lucha por el hombre. Hoy comulgas con él para que él viva en ti. Es éste un misterio de salvación para ti. Y lo es también para los demás, pues en ti, aquel Hijo a quien recibes, tendrá otra vida humana en la que entregarse, otra palabra humana con la que increpar al espíritu malo, otro corazón para amar al hombre y luchar por su libertad. Aquel Hijo tendrá tu vida, tu palabra, tu corazón.