ADVIENTO, I DOMINGO

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El alma se eleva al Señor por la confianza, y pide que el Señor baje a ella por el amor

Empezamos el Año litúrgico, y lo hacemos con cuatro semanas de preparación para la venida del Señor. Preparamos así su advenimiento a nosotros en los pobres, en el secreto de la oración, en la Eucaristía, en el tiempo de Navidad, al final de los tiempos.
Éstas son las primeras palabras de nuestra misa dominical: “A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío”.
Es como si el espíritu del tiempo de Adviento se concentrase en el canto de entrada de nuestra celebración eucarística: preparamos la venida del Señor proyectando hacia él todo nuestro ser porque confiamos en él.
El alma, todo tú, todo yo, se aparta de la tierra que no puede apagar nuestra ansia de justicia, de santidad, de amor, y la levantamos a Dios que es todo amor, santidad y justicia.
El alma se levanta de la tierra al cielo, y lo hace con las alas que le da la confianza en el Señor: Voy a ti, Señor, porque confío en ti.
Confías en tu Dios, no porque lo que tú eres, sino por lo que él es: “Tú, Señor, eres nuestro padre; tu nombre de siempre es «nuestro redentor»”.
Confías, y levantas el alma; confías, y te vuelves a tu Dios. Confías, y le pides que se vuelva hacia ti; confías, y derramas delante de tu Dios tu corazón: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!”; “Señor, Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve”. Confías, y esperas la gracia y la paz de parte de Dios; confías y aguardas la manifestación de nuestro Señor Jesucristo.
La fe te dice, el corazón te dice, el Señor te dice que la venida de aquel a quien esperas, a quien deseas, a quien amas, es venida misteriosa de la que no conoces el momento. De ahí la necesidad de mantener el alma levantada al cielo y todo tu ser en vela sobre la tierra: “Velad, porque no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa”.
Velad para recibir a Cristo, escucharlo, amarlo, cuidarlo en los pobres, en la oración, en su palabra, en la comunión eucarística, en la comunidad eclesial, en la Navidad, en la hora de la muerte, en el día del encuentro final.
Si así lo recibís, habréis encontrado el amor, la santidad y la justicia.