Olor a navidad en las esquinas.
Vientos de navidad meciendo encinas.
Niños correteando tras un belén de cartón-piedra.
Abuelas calentando el hogar de siempre.
Mitras y sotanas preparando sermones.
Grandes superficies frotándose las manos.
Hoteles y posadas haciendo caja.
Ediles y concejales colgando guirnaldas de colorines en las calles.
Turrones y mazapanes; cavas y fuás; salmones frescos y pavos de engorde.
Regalos para revender en Internet en la cuesta de enero.
Misas y aleluyas, visones si los hubiere, peluquerías con lista de espera.
¿Ya llegó la Navidad?
En los campos fríos de un Oriente no tan lejano las amapolas se convierten en metralletas y los niños tiñen de granate con su sangre virgen las paredes de una escuela.
En la aguas otrora tibias del Mediterráneo, la sangre derramada aumenta la temperatura del agua.
En las tierras que colonizamos desde Europa, quinientos años atrás, tan cercanas y lejanas, se vive un adviento interminable de espera y esperanza traicionada.
Y en nuestra piel de toro, aún más cerca, millones buscan un pesebre donde acogerse, o emprenden un exilio no precisamente hacia Egipto, o sueñan con un pequeño taller como el de Nazaret.
Pero en estos días, como todos los días, nace un Niño inocente en un belén escondido. Y se cumplen las promesas del Dios empeñado en estar con todos. El Dios que no soporta la soledad. El Dios que se hace gente, el Dios que se mancha las manos y se embarra los pies. Ese Dios que disfrazamos de tantas cosas para que no nos moleste su humanidad dolorida, que es la nuestra. Ese Dios que llora cuando le matan a sus hijos.
A pesar de todo es Navidad, es la Encarnación del Misterio de Dios en el corazón del Misterio del Mundo. Y nos felicitamos porque la puerta está abierta y la Vida se impondrá tozuda entre tanto sufrimiento, corrupción y egoísmo.
¡Seamos felices porque Dios nos quiere!