CULTURA VOCACIONAL

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Mientras sigamos confundiendo vocación con organización y amor con cultivo al ego, seguiremos sin entender qué significa cultura vocacional. Estamos en un “bucle” de tal grosor que difícilmente somos capaces de ofrecernos reflexiones frescas y lúcidas. Frecuentamos el “más de lo mismo” como si estuviésemos condenados a una reiteración donde no se ve vida.

Me causa mucha tristeza la expresión fría y sin paliativos de crisis vocacional, cuando se pone todo el acento en las “dificultades” que los destinatarios tienen para descubrir la luz. Quienes lo decimos, lo hacemos desde una supuesta luz conseguida, pero no celebrada y sensiblemente muerta. Y ese es el problema. Necesitamos sentido crítico para preguntarnos, personal e institucionalmente, qué estilo de vida estamos ofreciendo que no resulta en absoluto atractivo. Resulta cansino y ensordecedor que quienes profieren eslóganes hablando de cambio entorpezcan el cambio, asegurando que nada se abra. El miedo a ser co-protagonistas de cómo las instituciones y sus vínculos se derrumban, nos está llevando más al conservadurismo que a la creatividad.

La cultura vocacional no es, en absoluto, un adoctrinamiento que procure la adaptación al medio, sino una decidida transformación del medio. No es meter a “calzador” a las personas en la Iglesia, sino preguntarnos qué calidad de vida y testimonio evangélico estamos ofreciendo en la comunidad eclesial. No es recurrir de manera constante a la épica del ayer, desconectada del hoy posible y verdadero. No es hablar de comunidad en teoría
–espacio donde compartimos un todo– sino preguntarnos por la capacidad real para amar y el desarrollo afectivo que propiciamos en los procesos formativos de la vida consagrada. No es encajar a las personas en estructuras u ocupaciones que fueron, sino abrir espacios nuevos para personas que necesitan ser. No es uniformar, sino reconocer. No es adornar y creer que el lenguaje novedoso logra el camino, sino ofrecer la propia vida en línea de transformación y verdad. No es consumir, sino compartir. No es escuchar las mismas voces, comentándolo todo y ofreciendo criterios que nadie pide, sino escuchar y crecer en la pluralidad. Sencillamente, no es un “pensamiento uniforme” que queremos ofrecer como único posible, sino abrirnos a explorar que es posible otra pertenencia y que cuando alguien hable de su comunidad y el amor que recibe –en la oración o el testimonio– no tenga que tragar saliva o “pasar palabra”, porque se siente querido o querida de manera real.

Hay que salir de la paradoja en la que nos encontramos. No se trata de “remozar” el paisaje para que parezca habitable. Hay que llenarlo de oxígeno. La enfermedad es, efectivamente, la falta de pasión. Hay que ser sagaces y descubrir el por qué. ¿Qué está obligando a no pocas personas en la vida consagrada a pensar tanto en sí mismos y tan poco en lo que podrían ser y hacer para los demás? La respuesta no es sencilla, pero hay un indicador siempre presente. No pocos no se sienten creídos ni queridos en sus comunidades. Lo curioso es que nadie se lo ha dicho, hay pocos torpes que se crean que hablan en nombre de la comunidad, solo los más intrépidos o irreflexivos se atreven, “cual propietarios del carisma”, a decir a otros u otras que están fuera. Los más, formamos parte de ese silencio funerario que suele rodear la vida de nuestros hermanos y hermanas. No es necesario despreciar o difamar, a veces nuestro “no contar con ellos o ellas” es el mejor antisigno vocacional, la mayor evidencia de que por mucho que cacareemos carisma, encarnamos muerte. La cuestión no es una crisis de vocaciones, es una crisis de amor. Una crisis efectiva y afectiva. Y evidentemente cuando no ponemos amor en lo que hacemos y compartimos, lo que se desprende sabe a “humo”, a querer y no poder, a esterilidad, a soltería y a crisis vocacional… a institución acabada.