Le dije a mis alumnos que escribiría sobre lo ocurrido. Me he dado tiempo para pensarlo. Cada vez valoro más la gesta de estos hombres y mujeres jóvenes que se desplazan miles de kilómetros desde sus culturas para formarse y formarse bien. Todo es abiertamente diferente a los lugares que dejaron. Salieron hombres y mujeres de sus continentes, asiático o africano, para volver a ser mirados como adolescentes en las envejecidas comunidades europeas que los reciben. Porque, si bien es indudable que la fuerza humana ha dejado de ser europea, el pensamiento, en la vida consagrada, sigue siendo eurocéntrico.
Hace unos días hablando de lo lentos que se les hacían los procesos de cambio, apareció una expresión que me desconcertó. “No sé si llegaremos a ver que las cosas cambien… por eso es mejor callar para no tener problemas”. ¡Hombres y mujeres, de a penas 30 años, cursando una especialidad de Teología creen que lo mejor es callar en Europa para no tener problemas!
En este punto es en el cual se nos cae la venda a quienes pensábamos que nunca habría falta de libertad en nuestra historia reciente y nuestros fueros conocidos. Incluso más, se nos vino abajo la construcción de la propia vida como una vida libre. Uno de los rasgos de la esclavitud, y del abuso, es que su tentáculo termina por asfixiar a quien lo provoca.
Me doy cuenta que manejamos el término interculturalidad con una irresponsabilidad grave y, lo que es peor, con una incapacidad manifiesta. En no pocas personas lo que se percibe es que sus propuestas interculturales consisten en que las personas aprendan a adaptarse, y con su color de piel y su español afectado, lleguen a la misma lectura de la realidad, como si hubiesen nacido en Albacete. Este es todo el esfuerzo. Es toda la comprensión… y todo el éxito. Entonces sí, si son capaces de hacer lo mismo que nosotros, y esperar mientras tengamos fuerza para sostenernos en pie y después continuar, tal cual,… “se han integrado bien”. De lo contrario, sencillamente no valen. Devuélvanse.
El don más grande de los carismas es su libertad para hacerse fecundos en cada cultura. El don más grande de las congregaciones es su universalidad. Pretender una cultura sustento común en la que todos sus miembros se expresen y sientan, es no haber entendido nada. Por eso, lo que está por venir es todavía más luminoso y claro, y más difícil para aquellos empeñados en que nada cambie.
Estimo que crecer en interculturalidad comprende un cambio previo de universalidad afectiva, o aprender a querer más allá del “terruño de origen”. Solo admitimos con la boca pequeña que lo recibido está agotado, que viene otra visión. Se nota mucho en las “cuotas de poder capitulares” y en la abundancia del corazón… Vamos, de aquello que habla la boca que, una y otra vez, vuelve a recorridos provinciales muy pequeños, agotados, agrícolas y añejos.
Hace no mucho, un religioso todavía joven, me contaba el “drama comunitario” vivido en su tiempo de estudiante con la “matera”, en una comunidad de Europa. Ya saben ese instrumento-depósito que acompaña a todas las personas en el Cono Sur de América a los lugares importantes y no importantes de la vida. Lo cierto que veía caras extrañas al descubrirlo orando con la “matera” al lado. Hubo de convocarse una reunión comunitaria para comunicarle que, “matera y capilla juntas, nunca más”. Así. Intercultural, comprensivo y amable el mensaje. Y es que a los responsables de aquella comunidad les habían enseñado, desde pequeños, que la a la iglesia se iba sin botijo… de lo contrario, hoy sería obligatorio para todos.
Estamos en una encrucijada. Tenemos muchos jóvenes africanos y asiáticos formándose en una Europa muy anciana. Hay que escuchar. Crear clima de encarnación. No posibilitar que callen y sigan una corriente que no es la suya… y a quienes siguen dócilmente una corriente occidental, devolverles pronto a sus raíces, que es lo más auténtico que tienen.