Se abrió el plazo: un mundo al alcance de la fe

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El mensaje del profeta emplazaba a los ninivitas: “Dentro de cuarenta días Nínive será destruida”.

Era un modo de darles un tiempo para arreglar cosas. Era un tiempo breve, pero era un tiempo. ¡Y los ninivitas lo aprovecharon!

También Jesús habla de un plazo: ha vencido el tiempo señalado para la llegada del reino de Dios. El reino ya está cerca, tan cerca como lo está el mismo Jesús. Y ese reino, que va con Jesús, es el evangelio, es la buena noticia que Dios ofrece a los pobres.

¡Reino! ¡Jesús! ¡Evangelio!: No son nombres para una fantasía del deseo, para una creencia ilusoria, para una religiosidad que esclaviza. Evocan realidades sencillas, humanas, deseables, un tesoro al alcance de la fe.

Sólo hace falta reconocerlas y entrar en ellas, fijarse en ellas y optar por ellas.

Dicho con palabras de Jesús, hace falta “convertirse y creer en el evangelio”.

Lo que no se dice, aunque se intuye, es que en convertirnos y creer nos va la vida.

Si el plazo para la llegada del reino se ha cerrado, el plazo para entrar en él se ha abierto, y la única puerta de entrada es convertirse y creer.

Entrar en el reino de Dios está en nuestras manos porque está en nuestra fe.

El de Dios es el reino de la justicia, o si prefieres, es el reino de los justos, de hombres y mujeres que Dios justifica, que Dios purifica, que Dios santifica, que Dios llena de gracia, que Dios resucita; el de Dios es el reino del amor y de la paz…

Si crees, entras. Si crees, el reino se hace realidad en ti. Si crees, la fe es tu modo de decir: “Hágase”, y el reino de Dios vendrá a ti, y tú te hallarás dentro de él.

El reino de Dios se nos hace cercano en la persona de Jesús: Si decimos Dios salva, decimos Jesús; si decimos santidad, decimos Jesús; si decimos gracia, decimos Jesús; si decimos resurrección y vida, decimos Jesús; si decimos paz o decimos amor, decimos Jesús.

Y para que los dones de Dios, que a todos él ofrece en Cristo Jesús, sean nuestros, sólo hace falta convertirse y creer: la fe nos hace de Jesús, la fe nos hace un solo cuerpo con él y hace posible que, en él, Dios Padre nos bendiga con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Si crees, te habrá alcanzado la buena noticia de Dios, que es Cristo Jesús.

Un mundo nuevo, un mundo con un solo corazón y un alma sola, un mundo de hijos de Dios, un mundo de hermanos, el mundo de Jesús, ese mundo está cerca de nosotros, al alcance de la fe. Si creemos en Jesús, entramos en su mundo.

Y enseguida te das cuenta de que el mundo de Jesús no es una fantasía, una ilusión, una esclavitud, sino que es tu mundo, lo que tú eres, pues tú eres de Dios, eres de Jesús, eres de tus hermanos, de todos, de la creación entera.

Y eso que vislumbras en la fe, se te hace sacramento, realidad tangible, en la eucaristía: allí, comulgando con Cristo Jesús, te haces uno con él, recibes el evangelio, viene a ti el reino de Dios.

No pases a prisa sobre ese encuentro –con el evangelio, con el reino de Dios, con Jesús de Nazaret-, pues si mucho es lo que la fe te ofrece –es Dios mismo quien se te ofrece-, lo que la fe te pide no es mucho: es todo. Y habremos de hacer nuestra opción entre el reino de Dios y “nuestras riquezas”, entre el don de Dios y nosotros mismos.

Y empiezas a sospechar que la fe no es posible por confianza en uno mismo: sólo es posible porque confías en Dios: sólo es posible por gracia de Dios.

Lo normal parece ser que a Jesús se le deje solo: “Entonces Jesús dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna»”.

Padre, venga a nosotros tu reino”.