EN EL HORNO DEL AMOR DE DIOS

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El niño Dios llama a la puerta de nuestro mundo, busca un espacio donde nacer y se le cierran las puertas. No hay lugar para lo pequeño y humilde en nuestro mundo, tan adiestrado en el arte de cerrar puertas.

La Palabra se hace carne para despertar en nosotros el amor a lo pequeño y humilde, y para enseñarnos el modo de abrir puertas con la revolución de la ternura y el perdón.

José, María y Jesús nos enseñan a no desconectarnos de lo cotidiano, a respirar lo espiritual en cada gesto sencillo, porque lo humano y lo divino se han unido para siempre.

En nuestras jornadas diarias el niño llama a la puerta. Insiste una y otra vez en los reclamos más insignificantes de nuestros hermanos, los que tenemos cerquita, en la puerta de al lado, con los que trabajamos, comemos y rezamos cada día.

Si aceptáramos a este niño, tendríamos que revisar de nuevo a fondo nuestra propia relación con la vida, estar dispuestos a no acaparar la vida solamente para nosotros, a dejar de verla como una oportunidad para sacar algo en mi propio provecho, sino vivir la vida como un regalo para otros, como la oportunidad de ir encarnando en el tiempo los gestos del amor de Dios, empezando por el perdón, que colma de alegría nuestros corazones, y que es lo que celebramos estos días de Navidad.

El mundo de Dios se une al mundo de los hombres, a nuestro mundo familiar y comunitario, y nos trae la gracia de perdonarnos sinceramente.

¿Nos lo creemos?

Si creemos lo experimentaremos, ES PURA GRACIA que hay que encarnar diariamente, aquí no cuentan títulos, cargos, experiencias, peritajes, prepotencias ni afán de superioridad.

El misterio de Dios hecho carne llega hasta el establo, hasta un comedero, Dios eterno baja hasta la carne y la sangre del ser humano, no para curiosear en nuestras jornadas, ni para sermonear a nadie, sólo quiere “acampar entre nosotros”.

Esta es la razón de nuestra alegría. Estos días celebramos no sólo el natalicio de un ser humano llamado Jesús, sino que acampó entre nosotros, y ya está con nosotros hasta el fin de la historia. No estamos solos en medio de un mar de confusión. Jesús se une a nuestro vivir en esta tierra como peregrinos. Y esto para que, desde la humildad de ser uno de tantos, llamarnos a aspirar a un mundo nuevo que realizará la Gracia de Dios, a su ritmo y desde su lógica.

Pase lo que pase la Gracia triunfa sobre las parálisis deshumanizadoras de nuestros días.

La Buena noticia de estos días es que nuestra vida ya no transcurre en la oscuridad, porque la luz de Dios lo llena todo, el cielo está abierto, Dios está aquí, en cada rincón de nuestra realidad, hablándonos desde las tormentas y desde los logros, y así nos muestra el sentido de la vida, de todo lo que pasa: oportunidades de amar sin pasar facturas, y para ello nos marca el camino a seguir: la simplicidad, en medio de nuestros días tan complicados.

A veces los hombres preferimos nuestra terca desesperanza a la bondad de Dios. El abismo de la frase: “los suyos no lo recibieron” no se agota con la historia de búsqueda de posada, hoy tampoco hay lugar entre los suyos para Dios y su humilde paz, sin alardear de pacificador.

Nuestra soberbia cierra la puerta a Dios y con ella a los hombres. Vino como niño para quebrantar nuestra soberbia, para liberarnos de ella y así poder ser propiedad de Dios, dejar las riendas de la vida a Él, en sus manos y en manos de José y María, y ser nosotros regalo de Dios para cuantos nos rodean.

Dejemos que la alegría de este nacimiento en Belén vaya penetrando en nuestros corazones, y el misterio que celebramos nos abra los ojos, para ver a Dios en lo pequeño de nuestras jornadas, despacio, sin aceleraciones ni urgencias.

No hay nada más importante que contemplar en estos días especiales.

¡Ojalá nos dejemos hacer, hasta convertirnos en instrumentos de Dios, para que arda en la tierra el fuego de su amor!

Este fuego del amor de Dios fue: custodiado en las entrañas de María, Virgen hecha Iglesia, como cantaba San Francisco, mostrado en Belén a los pastores y a los magos, llevado en brazos en la huida de Egipto, guiado en los primeros pasos en un país extraño, ocultado en Nazaret tantos años en las cosas de cada día, encumbrado como Maestro con autoridad, consolador y sanador de las heridas de la vida, humillado en la Cruz junto a los malhechores, y levantado del sepulcro y Resucitado.

¿Dónde está el amor de Dios en nuestras vidas? ¿Lo estamos custodiando, mostrando, llevando en brazos? ¿Es nuestro consolador y sanador?

La Navidad es un tiempo para sumergirnos en el horno del amor de Dios, hasta que lleguemos a ser pan cocido y listo para alimentar a otros; pan partido bajo la mirada de María y José, y ante el asombro de los pastores.

¡CELEBREMOS LA GRACIA DE DIOS QUE HA APARECIDO EN NUESTRA TIERRA!